Capítulo 5: La extraña niña del patio // Parte 4

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Era obvio. Demasiado obvio. Podía sentirlo a cada paso que daba. Sentía las miradas de todos aquellos odiosos chicos fijándose en él. Lo sabía. Lo miraban con asco y desdén. Murmuraban. Esperaban a que se hubiese alejado para poder disparar sus punzantes e irritantes opiniones, cual metralla en el cuerpo de un soldado enemigo.

«¡Mirad a ese fideo!» «¡Qué puto asco da! «¡No sé cómo ha sobrevivido al puñetazo de Jaden!» Risas. Podía imaginar las risas de aquellos malnacidos. Se jactaban de su aspecto, se mofaban de su persona, se partían el culo mientras trataban de no vomitar al ver a aquel semejante esperpento, sin nada de músculo, tambaleándose mientras caminaba con aquella mochila (que, de seguro, pesaba más que él) a sus hombros.

Podía sentir todas esas cosas cuando caminaba entre la gente, ajeno al hecho de que la realidad era que todo el mundo tenía mejores cosas que hacer que centrarse en él. Todos tenían sus propios problemas; cosas en qué pensar más importantes que en un anoréxico misántropo con delirios de persecución.

¿Qué sabía él? Demasiado había pasado hace años como para que ahora pensase distinto.

Lo cierto es que, en aquella ocasión, era obvio que la gente se fijaba en él. Aunque, lo más probable, era que fuese debido al espectáculo que habían interpretado Jaden y él hacía unas horas. Tal vez se preguntasen por su estado, tal vez lo miraban sorprendidos por hacer sido capaz de jugarse la vida de aquella manera contra el capullo de Jaden, tal vez lo juzgaban por las fuertes palabras que le soltó. ¿Y qué importa? Podían irse todos a la mierda. No se arrepentía de nada.

Pero, ¿a quién quería engañar? Lo más probable era que se estuviesen riendo de él por lo increíblemente gilipollas que era por haber cabreado a Jaden. Se reían de un condenado a muerte. Un condenado a muerte que se lo merecía por estúpido.

Supuso que era lo que tocaba.

Tras girar la esquina del pasillo, pudo ver, apoyado en la puerta del patio, a Sebastián, quien devoraba un bocadillo de beicon, seguramente hasta arriba de sal.

Desde que lo conocía, Sebastián siempre había tenido un amor incondicional por la comida salada. Le echaba sal a prácticamente todo lo que podía, y era completamente normal ver cómo, tras comprar el bocadillo en la cafetería del instituto, agarraba el salero y lo atiborraba de sal. A veces bromeaban con que, en lugar de sangre, llevaba agua de mar en las venas.

– ¡Hey! — Le saludó Michael.

Sebastián lo miró, aún serio. Pero le habló con un tono un poco más amistoso, sin perder del todo su firmeza y seriedad.

– Hola. Te veo bien.

– Bueno, he estado mejor.

Ni siquiera Sebastián se sorprendió de que Michael se encontrase tan bien (dentro de lo que cabe) tras haber recibido ese puñetazo. Y más teniendo en cuenta el ya de por sí lamentable estado físico y de salud de su amigo.

Pese a todo, seguía habiendo tensión en el ambiente. Era evidente que Sebastián estaba bastante molesto por la actitud de Michael. ¿A quién mierda le importaba? ¿Por qué cojones debía preocuparle una persona que, lo más probable, era que pasase de él en cualquier momento? No le importaba. Sebastián estaba siendo estúpido. ¡Que se enfadase si quería! ¡No tenía por qué ir dando explicaciones! ¡No tenía que...!

Michael miró a su amigo a los ojos durante un segundo y, rápido como un rayo, apartó la mirada. ¿A quién quería engañar? No le gustaba ver a Sebastián enojado. Era el único que aguantaba sus mierdas. El único que se quedaba con él pudiendo estar con cualquier otra persona más llenadera, interesante y con energías positivas. Era... Su único amigo.

Cesta de margaritasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora