Capítulo 3: Vuelta a casa // Parte 3

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Era, sin atisbo de duda, la primera vez que un grupo de vecinos se postraban frente a la casa del "loco del pueblo", atraídos por sus gritos.

Henry echó un vistazo a la pequeña multitud. Eran diez personas, y parecían alarmadas y enfadadas. Cuando vieron el aspecto de Henry, su enojo se hizo más fuerte.

Oh, mierda. Aquí vamos de nuevo, pensó.

Bajó los tres escalones de la cabaña, sujetando bien el macuto. Se dispuso a continuar andando, sin mantener contacto visual con ninguno de los presentes. En ese momento, lo único que quería era subirse a su furgoneta y largarse de allí. Pero dos de los hombres presentes, Spencer Jarvis y Sam Cunningham, le bloquearon el paso.

Miró a su alrededor, observando uno a uno a los presentes.

Lo juzgaban con la mirada. Lo odiaban. Monson era un pueblo la mar de tranquilo antes de que él apareciese. Y aquellos gritos... No iban a permitir que un colgado habitase a sus anchas en un lugar tan tranquilo.

La última persona a la que miró fue a Russell Mitch, el presidente de la comunidad de vecinos, quien guardaba cierto rencor a Henry por una vez en que le cerró la puerta de una tienda en las narices y cayó al suelo por el golpe.

Mitch era un tipo muy temperamental que no soportaba ninguna extrañeza. Todo debía estar en orden y ser correcto. Era una víbora disfrazada de corderito, siempre con su falsa sonrisa y su fraudulenta empatía, que no eran más que estratagemas para lograr siempre lo que quería, y seguir manteniendo su orden. Si no había tenido jamás un altercado con Henry era porque también era un cobarde incapaz de hacer nada si no estaba rodeado de gente. Y esa oportunidad era aquel momento.

– ¿Por qué has gritado?

– Nada importante. Sólo son cosas de loco, ¿no lo recuerdas?

Mitch hizo una mueca de desagrado y miró con asco al barbudo marginado que trataba de evitar la mirada a todo el mundo. No iba a tolerar que un saco de piojos como Henry le faltara al respeto.

Henry, por su parte, trató de abrirse camino entre los dos hombres que lo bloqueaban, asestándole a Jarvis un fuerte empujón que logró apartarlo. El hombre se sintió sorprendido de la fuerza de Henry, quien no parecía ser alguien atlético, sino un mero borracho loco.

– Estás jugando con fuego, Williams —inquirió Mitch—. No hacen más que llegarme quejas y más quejas de ti.

– No doy ningún ruido. No hablo con nadie, no miro a nadie y sólo salgo de casa para hacer las compras, recoger el correo o trabajar en mi furgoneta.

– Es tu presencia lo que molesta en este pueblo. La gente oye cosas y les asqueas. Y ahora vas y te pones a gritar. Como comprenderás, debemos hacer algo al respecto.

Henry abrió ligeramente la puerta trasera de la furgoneta, tratando de ocultar lo más que podía lo que había en el interior.

– Si es por eso, no tenéis que preocuparos. Me largo de Monson. Y, si tengo suerte, es posible que no tenga que volver a ver tu cara de mierda.

La expresión de enojo de Mitch se hizo más fuerte y, con un simple gesto de mano, Jarvis y Cunningham se lanzaron a él y le arrebataron el macuto, que fue soltado junto a los pies de Mitch, quien lo miraba con una estridente sonrisa, triunfante por haber "ganado".

– Me temo que no vas a ir a ningún lado, Williams.

Henry observaba a Mitch mientras este se agachaba hacia el macuto. Iba a abrirlo y a ver su contenido. Se mostró sereno. ¿Quería verlo? Que lo hiciera.

Cesta de margaritasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora