Capítulo 6: La pesadilla // Parte 3

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La frustración se olía en el ambiente del aula. Los alumnos se miraban los unos a los otros en busca de consuelo mientras trataban de borrar, sin éxito, de sus cabezas la imagen de los restos del cadáver decapitado de Steve. Se escuchaban sollozos entre algunas de las chicas, que trataban de consolarse entre ellas.

— Es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura es una locura ES UNA LOCURA es una locura es una locura... — Susurraba Gary Mitcher, quien se sentaba al lado de Steve.

Sebastián, que permanecía sentado sobre la mesa de su pupitre, con los brazos cruzados y con una mirada de estupefacción, dirigió su vista a Gary. En otra ocasión, tal vez habría tratado de calmarlo, pero en ese momento no podía hacer más que darle la razón. Aquella situación era una locura. No podía dejar de ver en su mente toda la sangre, toda la carne, ni dejar de sentir el hedor del cadáver. No era ya tanto terror lo que sentía, como preocupación por lo que ocurriría en adelante. Fuese quien fuese el segador de las flores, aquel sanguinario y retorcido asesino que se había dedicado a matar gente de tal diabólica y enfermiza manera, no sólo había vuelto a Pales después de treinta años de paz, sino que había estado, hasta hacía sólo un rato, en Brinchburg. Tal vez había entrado en el edificio. Tal vez se encontró con Steve en el baño y ahí lo mató. Tal vez lo mató en el propio patio. Pero... Pero eso era imposible. Conocía lo suficientemente bien a Steve como para saber que no era ningún ingenuo. No confiaría en ningún desconocido. ¿Tal vez por eso lo mató? ¿Y si...? ¿Y si no era un desconocido? Pero... ¿Por qué alguien lo haría? ¿Quién iría a un baño de un instituto, sin saber quién habría dentro, para matar a un simple adolescente en un sitio donde podría ser descubierto? ¿Y si sabían que Steve estaba dentro? ¿Y si iba específicamente a por Steve? Pero, ¿por qué? ¿Y por qué en un lugar tan arriesgado como un instituto? ¿Acaso nadie vio nada? Steve debió gritar o algo. ¿Nadie lo oyó? ¿Tal vez lo sedaron antes de matarlo? ¿Y si tal vez...?

La mente de Sebastián no hacía más que darles vueltas y vueltas a decenas de preguntas. No tenía ni idea de cómo podría haber ocurrido. ¿Qué ocurrió entre el momento en que Steve fue al baño y el momento en que encontraron su cadáver? ¿Cómo es posible que nadie viera nada? ¿Las cámaras de seguridad tal vez? Quizá captaron algo.

Sebastián dirigió su mirada hacia su escuálido amigo, quien estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared y las rodillas recogidas en su pecho. Llevaba puesto el gorro de su sudadera y, bajo esta, llevaba puestos los auriculares.

Michael sentía que su cuerpo experimentaba el rigor mortis en vida. Estaba helado y a la vez tenso, y a su vez su mente estaba anestesiada. Escuchaba a todo volumen la canción Orestes de A Perfect Circle, tratando de mantenerse tranquilo. Pero no podía engañar a nadie, estaba aterrorizado. El cuerpo de Steve, el olor, los gritos de histeria de Daisy... y aquel tipo de la entrada. No sabía qué creer ni en qué pensar. Por una vez en mucho tiempo, había olvidado por completo sus problemas mentales y físicos para centrarse en algo externo. No sabía qué hacer. Sólo podía estar ahí sentado, sintiendo la anestesia psicológica en su cerebro. Sentía la soñolencia corriendo por su mente. Eso era lo que podría haber hecho: echarse a dormir. Tal vez durmiendo podría encontrarse mejor. Tal vez dormir y no volver a despertar habría sido lo más óptimo. Tal vez...

– Hey...

Sintió una nueva inyección de adrenalina directa a su cerebro cuando notó sobre su brazo la mano de Sebastián, que se posaba frente a él, de cuclillas, tratando de llamar su atención.

Michael no pudo evitar, con tensión y dolor provocado por esta, quitarse rápidamente los auriculares y agarrar los brazos de su amigo. Si no fuese por la sudadera que llevaba, le habría hecho bastante daño con las uñas, pues sus dedos se hincaban en ellos con fuerza debido al terror.

– T-tío... — Trató de levantarse, inclinando su cuerpo hacia adelante, pero las piernas le fallaban más que nunca. Ahora que por fin había asimilado lo que había visto en el patio, su cuerpo no hizo más que sucumbir al miedo.

– ¡Eh, eh! Tranquilo, amigo.

Al percatarse de los esfuerzos de su amigo, Sebastián tiró con delicadeza de él, para ayudarlo a incorporarse. Michael lo rodeó con sus brazos y, con una fuerza insignificante, lo abrazó. Sebastián hizo lo mismo, sin aplicar mucha fuerza para no partirle las costillas.

Michael se aferraba a él y sintió cómo sus lágrimas comenzaban a brotar de sus profundos ojos mientras su cuerpo temblaba. Era la primera vez que veía un cadáver —un cadáver real— en su vida. Y para colmo, era un cadáver absolutamente desmantelado y roído, y además pertenecía a un chico al que había visto vivito y coleando hacía tan solo unas horas. Sebastián no pudo evitar sentirse mal por sentirse bien al tener a Michael entre sus brazos. A su amigo no le gustaba mucho el contacto físico. Se sintió bien al tratar de consolarlo.

– Vamos, tranquilo. Tranquilo, ya ha pasado — le decía mientras le daba pequeñas palmadas en su fina espalda.

Unos minutos más tarde comenzaron a escucharse las sirenas de los coches de la policía y el de una ambulancia. En cuestión de segundos, el patio de Brinchburg se había plagado de agentes de la ley, que comenzaron a precintar todo el recinto escolar, así como los alrededores de este. Algunos periodistas locales, entre ellos la reportera Christine Pitt, se amontonaron en la entrada, con el objetivo de sacar alguna noticia morbosa de toda aquella situación. La situación comenzó a atraer a los vecinos próximos, que comenzaron a ser interrogados de forma leve por los agentes.

El sheriff Carl Winston, que lucía impotente y desanimado, entró en el aula con la intención de seguir el procedimiento típico de estos casos: tranquilizar a los civiles, para después interrogarlos uno a uno. Consideraba que era una pérdida de tiempo, pues sabía de sobra quién erala responsable de todo lo que ocurría. Pero debía hacerlo de todas formas porque no podía contar la verdad de lo que ocurría. Se armaría un gran escándalo y, la gente que no lo tomase por un loco, cundiría en pánico. Esto era la causa de su impotencia pues, mientras hallaba el paradero de la responsable, debía fingir, incluso ante sus hombres, una investigación de asesinato en serie normal. Pero bien sabía que no estaban viviendo una serie de asesinatos. Estaban viviendo una cacería, y ellos eran las presas.

Cesta de margaritasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora