Sentía que perdía su tiempo estando allí. A primera hora de la mañana, recibió la visita de un antiguo amigo a cuya ayuda acudió en un momento de desesperación. Pero no tuvo tiempo ni capacidad de tratar con él, intentando ser escuchado. Y ahora se encontraba en el despacho del director de un instituto, interrogando a un montón de adolescentes desconcertados, inquietos y en shock, fingiendo que trataba de averiguar algo que ya sabía, pero que no debía contar. Tal vez fuese su instinto protector, que había heredado de su difunto mentor, el ex sheriff Macmillan, o tal vez fuese su temor a lo que ocurriría si habría la boca. La cuestión era que sentía que debía estar haciendo algo, en lugar de perder el tiempo con aquello, mientras su viejo amigo, de cuya cordura dudaba, deambulaba a sus anchas por su ciudad tratando de hacer algo sin él. Se sentía molesto, se sentía impotente, se sentía...
Michael Coleman fue el décimo estudiante en entrar al despacho de Brinchburg, que ahora se había convertido en una sala de interrogatorio provisional. Carl Winston observó el aspecto del muchacho, tras bastante tiempo sin verlo. Las preocupaciones de Amanda Coleman, su madre, con la que tenía una muy buena amistad, eran bastante acertadas. Era habitual en sus conversaciones sacar el tema de la salud de su hijo, que ahora podía ver cómo, efectivamente, se estaba consumiendo. Tal vez en otro ambiente habría sido un poco más rescatable, pero el terror que el chico debía sentir por todo lo ocurrido, la tensión que se notaba en su esquelético cuerpo y su cara, que parecía haber sido corroída por el llanto, le daban un aspecto más que lamentable. Era como ver un cadáver viviente.
– Eh, chico. ¿Cómo estás? — Preguntó a Michael, apoyando su mano en el huesudo hombro del joven.
Michael retiró la mano del sheriff con un pelín exagerado movimiento de hombro. Winston conocía al chico desde que nació y, en ese momento, recordó que nunca había sido muy afán del contacto físico. Observaba su aspecto con inquietud. Tal vez, si hubiese presionado a su amigo para hablar cuando apareció por comisaría, habría sacado algo en claro para prestar especial atención al chico de los Coleman, pero no fue así.
– Está bien. Lo siento, chico — se disculpó Winston, mostrando la palma de sus manos.
Michael miraba hacia el suelo mientras sus manos se ocultaban dentro de los bolsillos de su chaqueta. Sus piernas permanecían juntas y las puntas de sus pies evitaban apuntar hacia el sheriff. Tenía una mueca de desagrado en su rostro, cuyos ojos evitaban el contacto visual.
Winston retiró un poco la silla frente al escritorio y le hizo un gesto de petición al chico.
– Siéntate, por favor.
El esquelético joven obedeció de mala gana y muy tenso, y se sentó en aquella silla de madera. Normalmente, aquellas sillas habrían chirriado un poco al sentir peso sobre ellas, pero no fue así en su caso.
Carl Winston, que sentía una gran pereza por tener que repetir aquella acción inútil, se sentó en el asiento de Brinchburg y observó detenidamente a Michael, quien enfocaba su vista en el macetero que había a dos metros del escritorio.
– Bueno, Michael. Voy a hacerte una serie de preguntas que necesito que respondas con completa sinceridad. ¿De acuerdo?
El chico no respondió, ni siquiera con un leve movimiento de cabeza.
– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Steve Olsen?
Michael tardó unos segundos en poder hablar y, cuando por fin lo consiguió, fue con una vocecilla débil y entrecortada.
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Cesta de margaritas
УжасыTras treinta años de paz, una pequeña ciudad de Montana, rodeada de frondosos bosques, comienza de nuevo a ser asediada por una extraña serie de asesinatos. Los cadáveres aparecen por las noches en las oscuras calles de la ciudad y todos con un aspe...