Sarah permaneció en las tinieblas, a medio metro del umbral de luz que emitía la farola. No estaba nerviosa, ni intranquila, ni atemorizada. Sólo confundida y curiosa. Observaba a la pequeña, que aún no se había percatado de su presencia —o eso creía—. ¿Qué hacía una niña a aquellas horas de la madrugada en una calle desierta junto a la que parecía ser la única farola de lo que, en aquel momento, parecía ser la ciudad? Más preguntas que harían dudar al menos osado, pero que, por alguna razón, Sarah no conseguía darles importancia. La observaba mirando el callejón. Parecía que estaba buscando algo en su interior, pero no se atrevía a entrar.
¿Qué haría ahora? ¿Una niña tan pequeña en un lugar y una situación así? Daba muy mala espina. Debió irse. Debió dar la vuelta y volver sin hacer ruido por donde había vuelto. Debió...
– ¿Hola? —Preguntó Sarah mientras entraba en el umbral de luz.
La niña dio un pequeño salto hacia atrás debido al susto que Sarah—supuso—le había dado. La niña giró la cabeza en dirección a Sarah, ella la miró y todo no hizo más que ponerse más raro. Era la niña más extraña que jamás había visto.
Era una niña de una altura bastante normal, un metro veinte, tal vez. Parecía no tener más de siete u ocho años. A pesar del frío que hacía, no vestía más que un vestidito de pana negro bajo el que se ocultaba una camiseta de manga larga blanca. Calzaba unos zapatitos bastante desgastados de un color marrón sucio. No se podía distinguir bien el material con que estaban hechos; eran una mezcla entre cuero de baja calidad y látex. De ellos salían unas medias negras que llegaban hasta el interior del vestido. No parecía nada extraño hasta que Sarah observó su rostro. Estaba completamente pálida, como la cara de un cadáver, pero era hermosa. Parecía como si la sangre no le llegase a la piel de su cara. Sus labios tenían un tono rosado muy débil. Su pelo también era muy extraño: completamente blanco. Sus cabellos, que sólo sobrepasaban un poco la longitud de su redonda, pero muy delgada, cabecita—todo su cuerpo era muy delgado, aunque el efecto de su ropa la hacían parecer un poco más rellenita, aunque apenas—eran gruesos y sus puntas eran puntiagudas, como si fueran navajas. Atado a su cabello, tenía un lacito bastante grande de color rojo oscuro. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos. Sus iris eran rojos y daban una impresión sombría. Pero, de nuevo, al igual que todo lo que Sarah había experimentado aquella noche, ya nada le resultaba raro.
La niña miró a Sarah con timidez y mostrando una expresión de temor, por lo que Sarah hizo ademán de no mostrarse amenazante.
– No tengas miedo, pequeña. No voy a hacerte nada.
Se acercó unos pasos a ella y agachó un poco su cuerpo para intentar ponerse a su altura.
– Me llamo Sarah. ¿Y tú?
La niña titubeó un poco, mostrándose a la defensiva de una manera muy pobre. No habría parecido jamás una amenaza. Y, tras unos instantes, respondió.
– M-me llamo Marlene.
Era una voz dulce con un timbre de voz bastante agudo, como cualquier niña de su edad, aunque parecía algo ronca, como si hubiese estado gritando o estuviese enferma de la garganta.
– Encantada de conocerte, Marlene —respondió Sarah con una amplia sonrisa.
Marlene pareció mostrarse un poco más cercana, con menos miedo, y sonrió también. Y, como cualquiera podría haberse dado cuenta, Sarah había olvidado por completo que el motivo por el que estaba en ese lugar, en ese momento, era porque había escuchado unas voces en su cabeza. Todo había desaparecido en su totalidad, ahora su única vivencia era que se encontraba allí, hablando con aquella extraña niña.
ESTÁS LEYENDO
Cesta de margaritas
KorkuTras treinta años de paz, una pequeña ciudad de Montana, rodeada de frondosos bosques, comienza de nuevo a ser asediada por una extraña serie de asesinatos. Los cadáveres aparecen por las noches en las oscuras calles de la ciudad y todos con un aspe...