Capítulo 5: La extraña niña del patio // Parte 7

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La clase de historia de la señorita Roberts era, sin lugar a dudas, un auténtico muermo. La única ventaja que tenían era que, debido a la colocación de los asientos, nadie se daba cuenta si se quedaba dormido sobre su pupitre, en la esquina final de la izquierda.

Y eso era, exactamente, lo que Michael sentía en aquel momento: ganas de dormir. Ganas de arrojarse sobre el pupitre y no despertar hasta que acabase la jornada escolar. Podría haber pedido no despertar jamás, pero por experiencia sabía que eso no iba a ocurrir.

Pese a su somnolencia, trató de mantenerse despierto. Ya había dormido bastante en la enfermería, no le apetecía volver a caer. Aunque, tal vez, hubiese sido lo mejor. Así no tendría que escuchar la turra de Patricia Roberts, esa vieja bruja de pelo escamoso que siempre vestía con un bambo de abuela.

Dos meses atrás, la vieja de mierda zampó en mitad de la clase que a Michael le hacía falta un buen guiso. Todos rieron a carcajadas excepto él, que comenzó a imaginar cientos de escenarios y posibilidades en las que matar a esa puta arpía, y Sebastián, quien se limitó a tirarse del cuello de la camiseta, sabiendo que luego le tocaría soportarlo. Y ahora, esa bruja les daba la chapa con una historia sobre los nativos americanos de Montana, algunas de sus leyendas y costumbres. Menudo coñazo. Eso ni siquiera entraba en el temario. ¿No tenían bastante con memorizar toda la mierda del libro de texto para luego vomitarlo en el examen? ¿Qué necesidad de atosigarlos con datos irrelevantes? Ridículo.

Pero, pese al agobio que tenía en clase, no todo era tan malo. Junto al pupitre vacío de Steve Olsen se sentaba su querida y hermosa Daisy Collins. Aquella chica lo llevaba trayendo de atrás desde el comienzo de curso, cuando lo defendió de Jaden. Era la primera chica que había mostrado preocupación por él, y eso lo llenó de rabia y vergüenza. Ya era vergonzoso que lo acosasen sin parar, pero peor era que una chica como ella, preciosa, sintiese lástima por él. Todo pudo haber acabado ahí, pero poco a poco se fue dando cuenta de que la miraba sin parar, su corazón se aceleraba cuando se acercaba a él y sus mejillas se habrían sonrojado cada vez que, raramente, le dirigía la palabra si no fuese porque su enclenque cuerpo no tenía energías para ello.

Ah... Daisy Collins. Una chica preciosa, pero extrañamente impopular. Se sabía que su madre, que estaba soltera, estaba algo loca. Decían que un trauma que había sufrido en la adolescencia había provocado que, poco a poco, su cordura se fuese deteriorando. Una mujer que, en otras circunstancias, habría sido la mar de hermosa. Pero su cordura deteriorada no le permitía hacer un esfuerzo por verse mejor. Aún así, sus genes buenos habían pasado a su hija Daisy, quien su exposición a los delirios de su madre y el tener que cuidar de ella la habían convertido en una chica nerviosa y retraída. A veces incluso parecía delirar igual que su madre.

«... es una pirada. Ya lo sabes». Recordó decir a aquellos chicos en el recreo.

Se fijó en ella, como hacía siempre. Aquel cabello castaño como el otoño y su cuerpo bien desarrollado y proporcionado. En lo que más se fijaba era en aquel redondo y majestuoso culo que se cargaba. Bien puesto, firme y con jugosa pinta. Pero, ¿a quién pretendía engañar? Ese culo jamás sería suyo. Lo sabía bien. Así que hacía el esfuerzo de quitárselo de la cabeza.

En lo que sí se percató fue en su rostro. Normalmente parecía nerviosa, pero aquel día lo estaba más que de costumbre. Parecía... asustada. Como si hubiese visto algo imposible.

«... es una pirada. Ya lo sabes». ¿A qué se referían aquellos enanos gilipollas? ¿Había pasado algo con Daisy de lo que no se hubiese enterado?

Lo único que sentía en aquel momento eran sus párpados, que le pesaban cada vez más y más. Comenzó a notar de nuevo el dolor del puñetazo de Jaden, lo que hizo que su modorra fuese aún más fuerte.

No pudo evitarlo más, y se quedó dormido sobre el pupitre.

Cesta de margaritasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora