14 de 25: Límites

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El pasado.

Cuando llegaron a Escorpio, Dégel pareció dispuesto a seguir con su camino, pero Milo respiró hondo y tiró de su brazo para instarlo a detenerse.

―Dégel... ―susurró. Estaba debatiéndose entre si continuar o no. Esperó la reacción de Dégel, pero éste no respondió. Se quedó inmóvil en el lugar, sin darse la vuelta para mirarlo.

―No digas nada ―contestó Dégel con un tono de voz helado. Milo suspiró y pudo ver la huella de su propio aliento en el aire, que había bajado en temperatura.

―¿Primero me pides que no haga nada y ahora que no diga nada?

No le parecía justo. De repente sentía haberse convertido en un accesorio inútil. Buscó la mano de Dégel y la apretó en la suya. Quería volver a hablar con él, tenía cosas que preguntarle, pero ahora una barrera se había levantado entre ellos. La respuesta que vino de Dégel le recordó demasiado al Camus con el que se había enfrentado poco antes del cambio.

―No quiero que las cosas se compliquen aún más.

Al escuchar esto, Milo soltó la mano de Dégel. Le dolía darse contra esa muralla cuando poco tiempo antes había sido recibido con los brazos abiertos. Pero claro, todo aquello había estado en realidad destinado a Kardia, no a él.

―Entiendo, "señor". Que sea como a usted le parezca ―dijo Milo en voz baja. Escuchó los pasos de Dégel alejándose y tuvo la esperanza de sentirlos detenerse y volver atrás, pero eso no ocurrió.

Pronto el templo quedó vacío, y Milo se dirigió hacia la puerta, desde donde se podían ver los templos que levantaban más arriba. El cielo estaba ahora completamente cubierto por la noche. Se sintió tentado a seguir a Dégel para enfrentarlo y pedirle una mejor explicación, pero a mitad de camino se tragó sus ansias y volvió a su templo. Subió al techo como solía hacer a veces, recostándose allí para ver las estrellas. Quería demostrar que no importaba lo que pasara, no necesitaba a nadie. Aunque no fuera cierto.

Se llevó una mano a los labios y cerró los ojos, estremecido por el recuerdo del beso de Camus, pero al mismo tiempo el incidente le parecía tan irreal como un sueño lejano. Quizás hubiera sido un accidente. Quizás se lo había imaginado. Mientras que Milo no podía olvidarlo, pero Camus parecía haber querido dejarlo atrás al instante.

Recibir los besos de Dégel había sido diferente, pero le habían producido la misma sensación de dulce placer. Como si se tratara de la misma persona con una actitud diferente. Se había sentido correcto. Antes de saber quién era en realidad, Dégel no había parecido tener vergüenza de sentir ni de estar con él. Quizás él fuera el problema al final de cuentas.

Despertó de repente al sentir una gota caer en sus labios entreabiertos, y le tomó unos momentos darse cuenta de que estaba lloviznando muy suavemente. Se había quedado dormido en ese lugar, y en una posición no demasiado cómoda. A pesar de que el cielo estaba empañado por la humedad, podía verse que la posición de las estrellas había cambiado. Habían pasado al menos un par de horas.

Se incorporó un poco, refregándose los ojos, y notó entonces que no estaba solo. Parado al borde de la cornisa, de espaldas a él, estaba Dégel. La luna brillaba pálidamente a través de la neblina y le daba un tono mortecino a su aura. Lo vio estirar la mano para sentir las gotas de la lluvia que comenzaba a tomar fuerza, y finalmente volverse hacia él. Dégel acababa de aparecerse de la nada en su lugar secreto. Milo no sabía si sentirse invadido o esperanzado.

―Una vez... ―comenzó a decir Dégel. El corazón de Milo corazón latía con ansiedad, pero para su decepción, las palabras se esfumaron antes de terminar de formar una oración completa. Dégel se sentó a su lado en silencio. Parecía meditar sobre cómo continuar―. Una vez recibí una orden inusual del patriarca.

Fiebre: la llave del tiempo (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora