10. Grease

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Sus nudillos no eran los culpables en el asunto, tampoco lo era la sucia pared ni la maldita sangre que la manchó en el desfogue furioso.

Billy lo sabía, pero canalizar la ira no era un truco que le resultara fructífero, no cuando el imbécil de ojos decaídos había quedado paralizado ante una figura que no era la suya.

Joder.

Quería tomarlo ahí mismo, acariciar sus pómulos suaves e impactar sus bocas con hambre, demostrarle a esa jodida niña de porcelana a quién Steve tenía en mente.

Y estaba tan dispuesto a llevarlo a cabo, que negarse a probar esos labios en ese pasillo fue doloroso.

Billy no se comprendía y no comprendía a Steve.

¿Qué carajos hacía babeando por la escuálida castaña?

Llevaban malditos días intercambiando saliva, intercambiando roces peligrosos y certeros.

¿Qué mierda significa eso para el patético rey?

—¿Puedo saber qué necesitas?

Y ahí estaba Steve para responder a sus delirios presencialmente.

Los ojos azules se encendieron cuando volteó a verlo, relucientes en esa piel bronceada y el pelo dorado.

—Lo sabrás.

Steve suspiró por la respuesta nada informativa, aún tenía un mal sentimiento consumiéndolo, solo quería huir de este momento desagradable.

—¿Saber qué? Solo suéltalo, Hargrove, tengo una estúpida cita dentro de poco y...

El fuerte agarre en su cuello no dolió tanto, no a comparación del inicial estampado en la pared que le dio con una brutalidad conocida.

—Saber a quién le perteneces.

No pudo objetar ante la demanda y tampoco respirar con parsimonia.

La boca de Billy esta vez era distinta, mezclando en sus besos una ráfaga de posesión, mordiendo y presionándose sin pista alguna de querer terminar con el contacto.

Steve gimió, intentando apartar ese gran cuerpo en vano, porque el propio ardió, se estremeció ante la sensación distinta y cayó embelesado.

Las manos de Billy se movieron duras, raspando con sus caricias la razón del castaño, quien usó las suyas para tocar los rizos suaves, jalar de ellos y desordenarlos mientras se empujaba contra el pecho rozando su cuerpo.

Era abrumador.

Tanto como la sensación de esos dedos bajando por su espalda.

No había ruido alguno, solo ropas haciendo fricción y labios separándose para volver a su sitio sin pensarlo.

La brisa los vio cuando hizo su recorrido, parecía no querer interrumpir el momento.

—Deja a esa perra —fue tan ronca que la oreja de Steve se calentó al instante.

—N-no... No la llames así.

Maldita sea.

Había tartamudeado tras jadear sin pudor alguno, dándole ese sabor a victoria que tanto Billy disfrutaba sentir sobre él.

—Sigues buscándola, sigues jodidamente viéndola —un mordisco rabioso cayó en su blanquecino cuello, el castaño movió sus caderas —No quieres verme furioso, princesa —gruñir sobre esa piel lo hizo sentir poderoso —Podría acabar contigo de una manera no muy suave...

Steve respiró hondo, perdido, desconcertado por lo que sucedía en conjunto.

Porque nunca antes habían llegado a un contacto tan intenso, ni mucho menos había oído a Billy discursar con tanta preocupación, con tanta amenaza.

Queers (Harringrove)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora