27. Don't Stop Believin'

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—Estoy bien, solo sigue picando como no te imaginas.

Billy movió sus rodillas otra vez, extendiéndolas en la alfombra.

—Dios, no eres un súper humano ¿Sabes? —Steve susurró aquello con cautela, con una mueca depresiva y una cabeza golpeando contra el pie de la cama a sus espaldas.

Volvió a sentirse frustrado por lo sucedido.

—Es endemoniadamente caliente verte preocupado —sonrisa de lado, Steve se negó a verla ahora —pero me lo busqué por imbécil, princesa, fue mi jodida culpa.

Tras su fuerte discusión en el auto, el rubio caminó sin rumbo, a la luz de los faroles viejos en la acera, girando después de media hora hacia el sur de la ciudad y terminando en un sucio callejón fumando unos recientes cigarrillos comprados en la plaza de Hawkins. 

Había llegado a casa pasando las dos de la madrugada. Billy lo relató mientras levantaba su camisa roja y mostraba aquel rastro de moretón que Steve apreció esa mañana entre la humedad de las duchas.

Hoy no se veía terrible, habían pasado cuatro días, pero algunos detalles dolorosos podían apreciarse de cerca.

Una fina línea de corte cicatrizado en la mitad y raspones casi invisibles adornando la mancha cruelmente.

—Billy ¿Cuándo vas a entender que no puede golpearte? —el de ojos azules lo escrutó con cautela, no necesitando que más vecinos se enteraran de su encerrada cobardía en casa —Por ningún motivo, Jesús, no puede hacerlo, él no... no deberíamos dejar que lo haga.

Steve sintió su pecho agitado una vez más y giró su mirada hacia las espaldas inclinadas atentamente sobre el escritorio.

La radio continuaba encendida, con una suave melodía de A-ha cubriendo sus secretos.

Buscar privacidad, sentados en el suave piso y apoyados en la cama blanca de la habitación de Nancy Wheeler, era casi imposible.

—Bien, bien, entendí el jodido sermón —no lo hacía realmente, sonaba incluso avergonzado —¿Podemos solo hablar de otra jodida cosa? Tenemos poco tiempo y no quiero perderlo hablando de la mierda de Neil.

El apenado castaño miró el reloj envuelto en su muñeca y asintió cerrando los ojos por unos segundos.

Parecía que Billy no podía meterse en la cabeza la idea de que valía mucho más de lo que su padre alardeaba con insultos cada que le daba una lección varonil sin sentido.

Eran las siete y media de la noche.

—Solo... solo te quiero ¿Está bien? —los dedos largos apretaron el muslo caliente vestido en jeans —Y no me gusta que dañen lo que quiero, es lo último que te diré sobre esto, Hargrove.

Billy frunció los labios y acarició los nudillos levemente dañados después de unos segundos contemplando ese pálido rostro, ese que leía cada revelación en su piel y consolaba sus problemas con un simple suspiro.

—Lo sé —inesperadamente, la palma de Billy sostuvo su mano herida y la subió hasta sus labios para besar las cicatrices con suavidad —Por eso lo siento otra vez, preciosa, fuí un imbécil.

Y un último aliento quebró a Steve.

Orbes azules brillaron cuando los ojos marrones se dilataron notablemente.

Aunque aquel alegato había sido utilizado para desviar el tema en cuestión, Steve no pudo evitar el caer por completo con la frase.

Él suspiró como cualquier mujer adulta embelesada con la coquetería de ese rostro bronceado, el tacto cálido que impartía con dulzura y la reciente honestidad siendo expresada.

Queers (Harringrove)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora