Capítulo 29. Encuentros

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Edward

Mis manos acariciaron su rostro, sus párpados cerrados, sus pómulos, sus mejillas, sus labios esbozados en una gran sonrisa. Sus orbes de color chocolate se abrieron con suavidad y conectaron con mis ojos, impidiendo que pudiese apartar la vista de ellos un solo instante. Sin una palabra volví a hacerla mía, y ella no se quejó al respecto. Sentí sus uñas recorrer mi espalda sin llegar a clavarse en mi piel, poniéndomela de gallina, no tenía nada más que escuchar mi corazón acelerado para saber lo que sentía por ella, lo que seguía sintiendo por ella. Su cuerpo desnudo era una maravilla que había echado de menos mucho tiempo, y al fin la tenía de nuevo para mí.

Su interior palpitante y anhelante de mi miembro me acogió sin reservas. Sus labios me capturaron, mientras las embestidas suaves y acompasadas, casi al mismo tiempo que nuestras respiraciones, nos llevaban a ambos hasta el paraíso y más allá. Su espalda se arqueó lentamente de placer, eso me permitió capturar uno de sus pezones entre mis labios y hacerla suspirar una y mil veces mi nombre. Giramos sin separarnos un centímetro, ella quedó sentada a horcajadas encima de mí, y yo me senté. Sus caderas se movían hacia arriba y hacia abajo.

-Te amo-susurró, haciendo que mi corazón saltase por la excitación de nuestras pieles sudorosas, nuestros cuerpos unidos, y sus sinceras palabras-. Te amo, te amo, te amo…

Cédric

-Sentimos decirle que el próximo vuelo a París con escala en Madrid que tenemos disponible saldrá en tres días, señor-me informó la señorita sentada al otro lado del mostrador del aeropuerto.

-¿No hay uno que salga antes?

-No, el mal tiempo no lo permite, en Francia hasta está tronando.

-De acuerdo, deme un billete entonces.

Tecleó en el ordenador, pagué el importe del vuelo y salí del aeropuerto con una gran desilusión. Debía esperar tres días más antes de poder irme de Washington, solo de pensar que tendría que seguir viendo a Bella… Pero me tendría que aguantar. Había vivido engañado seis años, cuatro pensando que yo le gustaba y dos creyendo que me quería de la misma forma que yo a ella. Ahora lo entendía todo, ahora todo tenía una explicación lógica; por qué nunca me miraba antes de dormir- siempre que acabábamos de tener sexo, se giraba y me daba la espalda-, porqué tampoco estaba cuando yo me levantaba, siempre madrugaba cuando dormía conmigo. Y esa sensación de que sobraba en muchos momentos de su vida.

¿Cómo no iba a sobrar, si tenía una hija con Edward Cullen y seguía loca por él? Dejarla ir era mi única opción, y esperaba que al menso ella consiguiese ser feliz al lado de la persona que amaba. No quería volver a Forks aun, así que bajé del taxi en Seattle. Eran más de las doce de la noche cuando me di cuenta de que mis pies me habían llevado a un parque, que contaba con un pequeño lago surcado por un puente y alrededor del mismo una serie de bancos para sentarse. Fui hacia el puente, una lágrima resbaló por mi mejilla cuando saqué la cajita del bolsillo de la chaqueta.

Esa cajita había estando pesando como plomo desde que salí del hotel. La abrí y sonreí cínicamente. Menos mal que no lo había hecho, de haber sido así me habría arrepentido toda mi vida. Con el anillo de diamantes entre los dedos estiré el brazo y me dispuse a tirarlo al estanque cuando una voz me detuvo.

-No lo hagas-era una mujer.

Hablaba con calma, su voz fue como el susurro de mi conciencia, no me había dado cuenta de que no estaba solo en el parque ni en el puente. Miré hacia mi izquierda, encontrándome con una rubia de labios finos y ojos azul oscuro que me miraba curiosa, a menso de dos metros de distancia de mi posición.

-¿Por qué?-se me ocurrió preguntar.

-Seguro que ella te corresponde, francesito-sonrió, había notado mi acento.

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