Capítulo veintisiete.

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La noticia de poder movernos dentro de nuestra misma provincia había llegado a mí como ese café bien cargado de la mañana. La idea de volver al pueblo iba cogiendo fuerza con el paso de los días y lo distante que se había vuelto Luisa tras esa conversación urgente con Mario de la que ni yo misma fui capaz de mencionarle.

Me encontraba haciendo la maleta con las puertas de la habitación abierta, era sábado y lucía el sol, por un momento recordé a esa Mía que entró en aquella habitación por primera vez, sentí esa misma luz a través de la ventana.

—No es muy grande, pero estarás bien —recordaba las palabras de Luisa detrás mía cuando me enseñaba la habitación.

De hecho, creo que fue esa frase la que me hizo decir sí. Hoy en día, nada ni nadie te garantiza que vayas a estar bien, pero ella lo hizo de esa forma tan suya de creerse que los problemas existen solo para aquel que los busca.

Su aspecto gritaba despreocupación y sencillez. Luisa era muy simple, no en el mal sentido. Tenía esa simpleza que hace bonitas las cosas, como llegar a casa y descalzarse, pasear por la playa o beber un vaso de chocolate caliente cuando fuera llueve.

Sentí que ella misma y eso que desprendía era una garantía de que todo sería simple y fácil viviendo con ella y dije que sí sabiendo que aunque pocas veces me equivocaba, podría hacerlo, que convivir con desconocidos no siempre sale bien. Pero salió y nos convertimos en inseparables. Éramos una pequeña familia de tres y ahora tenía que irme porque la había cagado, porque no era capaz de confesarle eso que seguramente ya sabría por Mario y estaba segura de que ella estaba tan bloqueada que no sabía cómo abordar el tema.

Sonó un portazo desde la entrada y tras sus pasos una Luisa exaltada.

—Se me ha olvidado el puto cargador —se quejó girando la cabeza hacia mi habitación—, una guardia sin cargador y me muero.

Rebuscó entre sus cajones haciendo mucho ruido, era muy ruidosa, aunque ella decía que era yo la demasiado sigilosa.

Cuando se preparaba el desayuno por las mañanas era como escuchar a un grupo de albano kosovares desmantelándote la cocina en busca de algo más que simple mermelada de higos. Me acostumbré a su ruido, me recordaba que tenía a alguien ahí haciendo ruido a mi alrededor, su risa diabólica y los hoyuelos que se le formaban cuando ideaba alguna terrorífica forma de convencerme para ponernos finas a base de vino.

Yo seguía guardando ropa en mi maleta cuando entró en mi habitación y me miró extrañada con su pelo revuelto y mojado porque no creía en el poder de la dyson y era más de dejar que se secara al aire, aunque eso conllevase alguna que otra pulmonía.

—¿Qué haces? —preguntó señalando mi maleta.

Yo paré y la miré con una sonrisa más triste que verdadera.

—Me voy, ya te lo dije.

—No, dijiste que tu madre te aconsejó que te fueras, no que lo fueras a hacer de verdad —insistió.

—Volveré en un par de semanas, tenemos una reunión individual con el director —y guardé una camisa que había sobre la cama.

—¡Ah! Pensé que te irías hasta el siguiente curso —y la miré escondiendo palabras de más dentro de mi boca—, tiaaaa...

Pataleó un poco, como siempre que descubría algo que no era de su agrado.

—Aún no lo sé, Luisa —le dije algo agobiada con la idea de tener que llevarme todas las cosas al pueblo. Pensar en no volver ni tan siquiera el curso siguiente me ponía la piel de gallina.

Confinada con tu crushDonde viven las historias. Descúbrelo ahora