Capítulo treinta.

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Era raro, raro de cojones tener a Mario por casa, no me acostumbraba a verlo entre mi abuelo y mi madre. Charlar con mi tío, pasar detrás de mí y acariciarme el pelo antes de susurrar si necesito algo.

Y, ¿si no me acostumbraba? 

A mi familia parecía no haberle costado trabajo acostumbrarse, síntoma de que Mario era de esas personas a las que te adaptas fácilmente. Demasiado agradable cuando se lo proponía y la verdad, le estaba poniendo empeño.

—¿Qué haces? —se apoyó sobre la mesa de madera de la cocina donde siempre me gustaba hacer las cosas importantes de la vida, desde pequeña.

Era porque no me gustaba estar sola encerrada en una de las muchas habitaciones de aquella casa. Me gustaba estar en la cocina donde no paraba de entrar y salir gente para poder quejarme de que no me dejaban tranquila.

—Estoy poniendo en orden la agenda de esta semana —dije viendo los temas y ejercicios que mandaría antes de los finales, sin apenas mirarlo.

—Hemos limpiado la piscina, ¿tomamos un rato el sol? —propuso intentando cerrar el portátil para que lo mirase.

Cogí aire y forcé una sonrisa cuando miré sus ojos.

—En cuanto termine, solo me quedan un par de cosas —subí la pantalla de nuevo.

—Siempre dices eso.

Se fue de la cocina refunfuñando y no pude evitar sonreír, sin quererlo ni planearlo. Creo que me gustaba decirle que no para ver, por un instante, esa cara que ponía entre decepcionado y serio, pero más guapo que nunca. Evitó esa última mirada haciéndose más interesante de lo que ya era.

Y entonces decidí que no iba a terminar de ponerme al día porque, que no salga de aquí, yo me moría de ganas de tomar el sol con él.

Cuando llegué a la zona de la piscina estaba sentado en el borde, mojándose las piernas y con la mirada perdida en algún punto de la profundidad de aquella piscina de cemento pintado de azul.

—Eres un gruñón —dije a sus espaldas.

Se giró para mirarme encogiendo los ojos por el sol que salía con fuerza. Me senté a su lado y no dijo nada pero antes de que pudiera dirigirme a él me empujó con una de sus manos y caí dentro de la piscina sin darme cuenta. Sí, vestida.

Sentí el agua helada recorrer todo mi cuerpo y luché por salir a la superficie con el pelo pegado en la cara.

—¡Imbécil! —grité mientras lo salpicaba con mis manos pero él ya estaba lo suficientemente lejos.

—A ver si así aprendes a no rechazarme —se quejó cruzándose de brazos mientras yo nadaba hacia la escalera para salir.

—¡No te rechazo! —me defendí.

—Por eso paso más tiempo con tu madre que contigo...

—Tengo que trabajar, ya lo sabías cuando viniste.

Salí tiritando y me lanzó una toalla que había sobre el césped.

—Ya sabes a lo que me refiero —soltó acercándose a mí.

Creo que se refería a que mi madre había insistido en que durmiésemos juntos, pero yo preferí que lo hiciéramos separados porque no me parecía oportuno.

—No, ¿a qué te refieres? —lo miré retándolo.

—A que huyes de mis manos —puso su mano sobre una de las mías que colgaba fuera de la toalla y la quité al sentir su calor—, que parece que no quisieras mis besos —acercó su boca a mis labios y giré mi cabeza. Entonces retrocedió para hacerme ver que llevaba razón.

Confinada con tu crushDonde viven las historias. Descúbrelo ahora