I. El espejo roto

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Martes 16 de abril de 2019 – Port Erillos

Lucio vivía en una zona rural, a hora y media de la ciudad, en un pueblo llamado Port Erillos. No era un lugar tan buscado para vivir, por lo que las viviendas resultaban económicas. El pueblo no contaba con más de 700 habitantes, era un lugar tranquilo donde no había centros comerciales, cines, y ninguna clase de distracciones que suelen disfrutarse en las ciudades. Era tan tranquilo que lo más descabellado que se podía encontrar era una pelea entre amantes por alguna infidelidad o una pelea de borrachos después de una noche de alcohol. En cuanto a sus atracciones turísticas, lo más exótico y visitado eran unas piscinas de aguas termales, las que se podían disfrutar todo el año. El resto de las actividades estaban desarrolladas para el escaso número de habitantes, tales como la escalada en roca o las bajadas de rafting por el imponente río que los rodeaba. Sin embargo, estas actividades se desarrollaban sobre todo en verano, el mayor ingreso se debía a las piscinas de aguas termales, que mantenían sus puertas abiertas durante todo el año para el que quisiera visitarlas.

—¡Maldito gallo! —renegó mientras estiraba los brazos sacándolos debajo de las sábanas.

Lucio no solía enfadarse, pero si algo lo sacaba de quicio era no poder levantarse a la hora que él quisiera. Debido al cantar cronometrado de los gallos vecinos, siempre despertaba a las seis de la mañana, normalmente malhumorado.

La casa más cercana distaba a más de cuarenta metros por los extensos terrenos que poseía cada vivienda. Port Erillos estaba lleno de propiedades que posibilitaban disfrutar de lujosas huertas, gallineros e inmensas montañas de leños.

Lucio comenzó el día renegando. Sin ganas, se sentó al borde de la cama con la vista clavada en el suelo, tratando de acomodar sus pensamientos.

—Vamos, mi reina, ya es hora de despertarse —le dijo a su fiel compañera, que todavía dormía.

A su lado siempre estaba Freya, su único amor, pelo rubio con ojos color miel. Su mirada cariñosa lo decía todo: de haber sido una mujer se podría asegurar que Lucio moriría en recompensa a su lealtad. Había encontrado la perra abandonada cuando era pequeña, muerta de frío, ya que las temperaturas más altas en verano no llegaban a los quince grados Celsius. Fue amor a primera vista: él no dudó en meterla debajo de su chamarra para darle un poco de calor hasta llegar a su hogar. Fue un animal agradecido y de inmediato pudo adaptarse a esa vida junto a su nuevo amo.

Lucio, licenciado en Física en la Facultad de Ciencias Exactas, obtuvo una beca con la que pudo trabajar en el CERN, la Organización Europea para la Investigación Nuclear, donde terminó su doctorado en Física de Partículas. Ahora, con otra beca de un organismo del gobierno, había instalado su oficina en la segunda habitación de su casa, la que utilizaba para estudiar y avanzar en sus investigaciones. Además, obtenía un ingreso adicional trabajando como profesor de Física y Matemáticas en uno de los colegios del pueblo.

Comenzó su rutina diaria acompañado únicamente por su fiel amiga Freya, que lo seguía a todos lados. Al levantarse de la cama fue directo al baño, se llenó las manos del agua helada que venía del pozo exterior y la arrojó en su cara. Sintió como se le congelaba el rostro: en esa zona calentar el agua significaba un consumo energético muy costoso, a parte del tiempo que se necesitaba para recalentar las cañerías congeladas que viajaban hasta el interior de su casa con el agua caliente que se almacenaba en la cisterna. Limpió sus ojos y al mirar el espejo exclamó:

—¡Ay, mierda! ¿Qué es eso?

Lo que vio no tenía explicación. Su cara no se reflejaba y, en cambio, la sombra de un rostro apareció en el vidrio. Solo alcanzó a ver unos ojos azules, todo lo demás era una silueta distorsionada. Con los pocos detalles que alcanzó a distinguir, supuso que se trataba de una mujer.

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