IV. Dukesa

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Sábado 13 de abril de 2019 - Arkhangelsk

Sobresalían por los costados de su gorro de lana: esos mechones bailaban al compás del reflejo del sol como serpientes doradas. Salió de la panadería, solía cerrar a las cinco. Era una tarde fría, el cielo estaba parcialmente nublado y se alcanzaban a ver unos rayos de sol por detrás de las nubes dispersas. Vivió toda la vida en ese pueblo, el pueblo en que varias de sus generaciones habían dejado su rastro.

Al llegar al edificio, en el vestíbulo revisó el correo, descartó los remitentes de los vecinos y tomó el que tenía su nombre. Al entrar a la casa colgó su abrigo, prendió el termostato de la losa radiante. En la región era la calefacción predilecta y hasta en los inviernos más crueles se podía caminar descalzo y mantener los pies cálidos. Como de costumbre, se sacó las botas y las colocó al costado de la puerta.

Puso las noticias en la televisión. Necesitaba un ruido de fondo para no sentir la soledad del hogar. Agotada, tomó una botella de vino, una copa y se sentó frente al escritorio. Abrió la carta. Se trataba de la propaganda de la famosa joyería "Jewelry Boucheron" que abriría en el centro comercial. «Nada importante, pero...», se quedó abstraída pensando un momento. ¿Sería un déjà vu?

Dukesa salió del baño. Calculando meticulosamente cada paso, se dirigió hacia su compañera de cuarto: tenía el pelo blanco veteado con manchones marrones y grises, y era tan esponjosa que sus patitas casi no se veían por el largo del pelaje. De un salto subió al escritorio donde estaba su dueña, sin importarle pisó unos papeles y tiró un bolígrafo al piso. Con tal descaro, ignorando su torpeza, empujó la mano de su ama con la cabeza peluda ordenando que la acariciara.

—Tú sí que eres mañosa —le dijo a su gata.

Entre sorbo y sorbo, hizo bailar el vino con cada movimiento de la copa. Descendía con lágrimas danzarinas arrastrando un tinte rojizo por las paredes de cristal, mientras ella apreciaba desde su ventana el paisaje frío que le ofrecía el pueblo norteño. Tenía una mirada fija, una mirada perdida, una mirada pensativa.

El pensamiento frenético que la abrumada la llevó a tomar un pequeño alhajero guardado en el primer cajón. Lo que albergaba en su interior la había mantenido desconcertada por años. Lo abrió y, postrada como bailarina en una cajita musical, se encontraba una alianza. Representaba una herencia familiar. Nunca había pensado en venderla, ni siquiera en momentos de necesidad. Analizó la inscripción interior por unos segundos, la colocó en su dedo anular..., pero no encajaba.

Las voces de las noticias internacionales se escuchaban a lo lejos. Intrigada volteó hacia el televisor. Por casualidad o por destino, vio una lista de las personas caídas en el atentado ocurrido cuatro años atrás en París. Y ahí estaba esa persona. Velozmente abrió su computadora, volvió a mirar el nombre grabado en el anillo. Comenzó a buscar en internet. Encontró un artículo que contenía una lista con noventa personas, todas de distintas partes del mundo. Y allí estaba ella de nuevo. Se dio cuenta que, si quería encontrar al hombre que había usado esa alianza, tendría que cruzar medio continente.

Finalmente, luego de pensarlo por varias horas, tomó la decisión de ir a buscarlo. Sabía que sería una gran aventura. De esas que nunca imaginó que haría, de esas que solo veía en películas. Normalmente no salía de su rutina, pero tantos años de incertidumbre la obligaron a tomar el valor necesario. Tendría que comprobar por ella misma la historia que había escuchado por su abuela innumerables veces. Ahora tenía una pista fiable.

Esa misma tarde compró los boletos desde su computadora. Armó los bolsos apurada, como si tuviese que tomar el último vuelo dentro de media hora, aunque saldría dentro de una semana.

Sueños de GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora