X. La lámpara de aceite

969 98 13
                                    

«25 de enero de 1945 – Prusia Oriental»

Mientras Lucio dormía, los alemanes irrumpieron quebrando el silencio en el interior de la catedral.

—¡Vamos, levántate! ¡Nos están atacando!

La tranquilidad que habían tenido los rusos por dos días consecutivos se destruyó por los bombardeos de la Luftwaffe. Como un rayo en la inmensidad del mar, los aviones desaparecieron del cielo y se desvanecieron entre las nubes. De inmediato comenzaron las explosiones de los morteros enemigos. Atacaban hacia un enemigo invisible, dejando destrucción en cada rincón de la ciudad de Insterburg.

Con dificultad se colocó la chaqueta quitada al cadáver de la catedral, tomó el rifle y enganchó la correa sobre el hombro sano. El dolor había menguado y debido a la repentina subida de adrenalina no sintió dolor. Siguió a la soldado y salieron de la habitación.

—Ten cuidado —dijo Roza mientras saltaba habilidosamente los escombros—. ¡Sígueme!

Desde hacía unos días caminaba por la zona y, como buena francotiradora, tan solo de un vistazo fugaz reconocía con detalle la posición de cada objeto. Así sabía si alguien había pasado por ahí. Ella podría cruzar el lugar con los ojos vendados y no trastabillaría. Lucio, depositando toda la confianza en ella, seguía cada huella que dejaba marcada en el polvo.

A través de las paredes ahuecadas ingresaban copos danzarines de nieve, vestigios del terror provocado por las explosiones cercanas.

—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó Lucio confundido, tropezando con todo en el sin sentido de su carrera.

—¡Donde sea, pero fuera de esta catedral!

Corrieron agazapados a campo traviesa bajo fuego enemigo, buscando resguardarse. Se veía cómo las motas grises invadían el cielo azul, dejando una sensación opaca y lúgubre en el ambiente que los rodeaba. Corrían de un edificio en ruinas a otro, alejándose de los escombros que volaban en todas direcciones.

Las explosiones llegaban sin cesar. Fuego de ametralladoras y proyectiles aturdían los oídos de los veloces corredores. Tratando de evitar los espacios abiertos atravesaron una casa devastada. La mejor opción era evitar los espacios abiertos. La dirección elegida fue hacia el noroeste. Luego de tres cuadras se toparon con lo que parecía un hospital abandonado. Continuaron hasta un subsuelo por unas escaleras empolvadas.

Lucio estaba desconcertado. Nada de lo que había imaginado ni las películas que había visto, lo ayudaron en su actuar. Nunca creyó sentir en carne propia el miedo de esos personajes bélicos. Si bien la temperatura en el exterior debió estar bajo cero, él secó con su antebrazo, el sudor que descendía de la frente hasta el costado de sus ojos. Incrédulo, solo se dedicaba a observar cada movimiento que ella hacía. Al contrario, y sin decir palabra, Roza apoyó el rifle sobre un mueble polvoriento y se sentó de manera relajada contra una pared. Se notaba despreocupada ya que vagaba al filo de la muerte cada día. Le parecía una experiencia cotidiana, comparable a cuando él llegaba a su casa para sentarse en el sillón y descansar de un largo día.

—Roza...

—Dime.

—Y ahora... —se detuvo para tomar aliento—. ¿Qué haremos?

—Descansar hasta que no sintamos ruidos. —Corrió su cantimplora hacia un costado y se colocó unas frazadas mugrientas que encontró tiradas en el suelo, acolchonando su espalda contra la pared.

Lucio despulsado recorrió la habitación: tenía una ubicación inmejorable contra los aviones soviéticos. Se notaba que la habían usado los lugareños como resguardo de los bombardeos. Vio varias camillas, la mayoría solo eran pedazos de hierros, ninguna con un cómodo colchón en el cual recostarse. Esparcidas en un rincón había una gran cantidad de latas vacías, seguidas de un balde rodeado de moscas que volaban como buitres esperando el último suspiro de un animal en agonía. No pudo oler nada, pero estaba seguro de que emanaba un olor pútrido. Eso fue suficiente para desviarse de su caminata, esquivándolo.

Sueños de GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora