Capítulo 5: Palacio de Versalles

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Aitana despertó temprano al día siguiente. Lo primero que vio cuando abrió los ojos fue el cuadro de Sacre Coeur que le había regalado Henri y que había colgado en una pared vacía de su habitación. No había dormido bien, había pensado en él y tenía la sensación de que al final de la tarde le había dicho algo que no le había gustado. Pensó en pasarle un mensaje y disculparse, pero no le pareció adecuado, lo que había dicho tampoco merecía una disculpa adicional a la que ya le había dado.

Desayunó algo ligero y se fue a tomar el metro, y luego otro que le llevara directamente hasta Versalles. El viaje era poco más de media hora. Al bajar se encaminó a una hermosa alameda, que conducía hasta el palacio. Una hermosa reja dorada daba la bienvenida y una inmensa cola le aguardaba. Fue paciente y bajo el Sol aguardó cerca de cuarenta minutos hasta que logró pasar por el control de seguridad.

Una vez dentro anduvo por los diferentes salones, ¡era impresionante! Cuanta opulencia y elegancia había en aquel Palacio… ¡Cuanta historia se escondía en él! Estuvo en la recámara de la reina, tapizada de flores. Visitó la recámara del Rey, donde predominaba el color rojo. En ambas vio la cama y objetos personales de los monarcas y en ocasiones se sentía con la sensación de estar quebrando su intimidad, a pesar de que llevaban siglos de muertos.

El resto de los salones tenían mobiliarios diversos y tapicerías de distintos colores, uno de ellos de color verde brillante lleno de retratos de reyes y reinas llamó su atención y tomó una foto de él. En otro vio un cuadro magnífico y enorme —cubría toda una pared—, que era la Coronación de Napoleón…

Finalmente llegó al salón que más le entusiasmaba: el famoso salón de los Espejos. Era un salón largo, lleno de ventanales, espejos, lámparas de oro y cristal. El techo lleno de frescos, invitaba a la imaginación… Aitana lo recorrió maravillada, sonriente, feliz, como si se encontrara en un baile.

Una hora después, bajó a los jardines, lleno de bellos trazados, flores y fuentes, era casi imposible recorrerlos en su totalidad. Bajó por una pendiente y se colocó a un lado del camino, a su derecha había muchos setos y laberintos, como en los cuentos de hadas. Quiso recorrer alguno de ellos, pero temió perderse, así que se abstuvo de hacerlo. Continuó admirando las estatuas de mármol que observaba a su paso. Al fondo del paisaje se veía una laguna hermosa, en la línea del horizonte otra y más lejos el cielo despejado de aquella mañana de Sol.

Aitana se sentó en un banco, cerca suyo tenía una estatua de una mujer con un corazón en las manos, se llamaba: la fidelidad. Allí, bajo la sombra de los árboles y con el maravilloso paisaje, se relajó… Un rato después, estando abstraída, sonaba su teléfono, así que lo sacó de su cartera. Era Henri, y su corazón comenzó a latir con rapidez.

—Hola, Aitana, ¿qué tal Versalles? —le preguntó.

—¡Magnífico! —respondió ella. Le sorprendió que se acordara de su itinerario—. ¿Cómo estás?

—Estoy bien —le contestó—, ¿dónde estás ahora mismo?

La pregunta le extrañó.

—Estoy en los jardines…

—Los jardines son muy grandes, ¿dónde estás? —repitió.

Aitana, con el corazón más acelerado le indicó con precisión, colgó y se levantó del banco, mirando hacia la colina para ver si divisaba a Henri, le resultó evidente que se hallaba allí, aunque no se lo dijera con exactitud. Para su sorpresa, él apareció a su lado en un carro eléctrico como los de golf, que podía rentarse para recorrer los jardines de una mejor manera. Se bajó de él y le dio un beso en la mejilla.

—Hola, Aitana, ¿te sorprende verme? —le espetó.

Ella lo miró: se veía muy guapo con un pantalón marrón y un polo amarillo. Su barba, muy cuidada, le hacía lucir muy varonil.

París para dos... ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora