Capítulo 30 ¿Justicia o venganza?

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La noche, joven e incitante parecía burlarse, La luna de plata iluminaba su faz mortecina, sintiéndose empapado por aquella luz fría y nostálgica

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La noche, joven e incitante parecía burlarse, La luna de plata iluminaba su faz mortecina, sintiéndose empapado por aquella luz fría y nostálgica. Adad recorría con aire sonámbulo aquella tierra indiferente, rodeado por centenares de árboles que lo acosaban con el murmullo delator del viento entre sus ramas. Ni un ave volaba para él, ni siquiera el tierno ulular de un búho parecía estar dispuesto a acompañarlo, en aquel lugar frío donde siempre sería un extranjero, un invasor que jamás sería perdonado, un paria sin hogar ni futuro o al menos no uno que no estuviera obligado a robar.

Adad caminó con prisa, trató de disipar aquella sensación fría, pero por mucho que corría no encontraba refugio, no había huida, más alla de esa noche helada, sentía el alma congelada, empapada por la luz helada de la luna de plata que lo recriminaba. Elevaba su mirada al cielo buscando en el firmamento una señal de redención, de paz o algo de calor, su mirada esmeralda se deslizaba en cielo nocturno buscando con aprensión, esperanza y miedo la silueta de las alas de la avecilla que con una sola mirada podía acallar las voces, hacer temblar su alma indiferente e inundar su corazón helado en una calidez reconfortante. La esperó, pero no la encontró.

—No puedes haber muerto, no puede ser tan fácil -se detuvo y murmuró entre dientes para si mismo—, No morirías sin luchar —Mantuvo su mirada en el cielo, expectante—, no puedes haberte ido sin dar más batalla, no eres como ellos ¿o sí, avecilla?

Se sorprendió recordando en un par de estrellas la luz de los ojos de la avecilla que parecían mirarlo sin titubear. Apartó la vista turbado y entre un par de árboles le pareció ver las prendas blancas de la muchacha alada, corrió tras ella, pero siempre se escapaba, le parecía ver las formas difusas de su cuerpo, la delicada curva de su cintura, la caída suave y despreocupada de sus cabellos de bronce sobre la curva de sus senos. La persiguió con ansias hasta un estanque donde la confundió un claro de luna.

Su corazón desbocado lentamente acalló sus latidos ante aquella ilusión, y sin poder evitarlo rememoró su cuerpo, su cálida piel cetrina que aguardaba estática sus caricias. Cerró los ojos y encontró grabado en su retina el iris dorado de la avecilla que lo observaba sin el menor temor. Se descubrió conteniendo el aliento, con la ligera esperanza de sentir una vez más el fulgor de sus labios, el dulce sabor de un beso carente de malicia, o quizás totalmente inundado en ella. Buscó revivir la sensación dulce de la golosina derritiéndose entre sus lenguas y la danza suave y húmeda en que ella se entregó a él.

La leyenda de Águila y Halcón blanco  -  La invasión de la reinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora