Capítulo 9

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No lloré en el funeral de mi padre.

¿Quién puede considerarse "un hombre de Dios"? ¿Quién sería capaz? ¿Quién sería tan osado, tan sinvergüenza, para atribuirse tal título? Sería tan fácil vivir si los hombres fuéramos de Dios. Pero no. Somos hombres de la tierra. Somos tierra, y a la tierra volvemos.

¿Qué es un hombre de Dios?

Mientras conducía a la villa 13, pensaba aquellas cosas, frutos de la expresión de la señora Trujillo. Y no pude evitar recordar el funeral de mi padre.


Tres años atrás

- Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris.

Las palabras del sacerdote revistieron el silencio de las tumbas del cementerio. Tengo treinta y un años. Mamá había fallecido hace seis años, a causa del cáncer. Ahora, me hallaba ante el ataúd de mi padre. No asomaba ni una lágrima de entre mis ojos.

Hacía memoria de lo que él, Miguel Disantos, mi padre, me había dicho hace unos años, ante la muerte de mi madre.

Tengo treinta y un años. En el otoño del año siguiente, Lisandro Frías asesinaría a Victoria en Potrerillos.

Cuando mamá murió, yo con veinticinco años, aún un oficial inexperto, no tenía mucha idea de la muerte. Sí había pasado por la muerte de mis abuelos, cuando era adolescente. Pero ver a mi madre morir después de años agonizando... no era algo para lo que estaba preparado.

Me acuerdo que rompí en llanto en medio del velorio. En ese momento, papá no me dijo nada. Siempre había sido así: discreto. Teníamos diferencias, sí. Pero eso fue algo que siempre admiré de él.

Cuando terminó el velorio, fuimos para su casa. No interactuábamos mucho, pero cuando lo hacíamos, nuestras conversaciones solían ser profundas, y cada cosa que él decía guardaba un importante sentido pedagógico. Hasta el día de su muerte, siempre fue así. Así que luego de velar a mamá, fuimos a su casa, y nos sentamos a tomar café en silencio.

-Tu madre- comenzó diciendo- es... era una obsesionada por los clásicos. Ella adoraba a Platón, Homero, Toribio. Podía nombrar uno por uno a los emperadores de la Antigua Roma...

-...y nunca se equivocaba-Dije yo, mientras hacía memoria- Me corregía por decir "Comódo" en vez de "Cómodo". Era tan... perspicaz.

Me reí y mi padre río conmigo.

- Tal cual- concordó. Hizo una pausa y prosiguió- Una vez, de jóvenes, estaba sentada al lado mío, leyendo. Y yo, en silencio, la escuchaba leer...

Si una de las cosas que mejor hacía mi madre, era leer. Su modulación era suave y sin vacilación, y su acento tan acogedor. Leía con fervor, como si viviese lo que leía. Tanto yo como mi padre adorábamos escucharla.

-Leía un autor, Séneca. Y en un momento, tomó mi brazo y leyó. No dijo nada, no me miró, sólo me dio una señal para que prestara atención a las palabras de Séneca: "¿Qué tiene de inesperado que un hombre muera, si toda su vida no es más que un camino hacia la muerte?". Lo leyó, y yo escuché. Y no había entendido que esa frase había sido su consuelo.

Oía a mi padre, sin mirarlo. Solo observaba el patio, desde la ventana. Aquél patio donde ensayaba para El Principito cuando tenía once.

-Al día siguiente- prosiguió- llegaron los resultados de su examen. Desde entonces, siempre me repetí la misma frase, hasta memorizarla. Porque esperaba que así como había sido un consuelo para ella, lo fuese para mí... tardé mucho en asimilarlo. Pero... anoche, cuando murió, lo entendí.

El canto del galloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora