Capítulo 4

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Meliflua.

Si hablamos de inocencia, no podemos dejar a un lado a Belén, la hija de Paul, mi prima.

Diecinueve años, cabellos oscuros y ondulados, pecas en la nariz, tez blanca y ojos negros. Cuando Belén Disantos llegó a la vida de mi tío, su mundo cambió. Su hija fue la dosis de paz que la guerra le había arrebatado.

Uno nunca cree que va a superar la guerra... hasta que conoce a Belén.

Mi prima era una chica atenta, simpática, afable. Las personas son frías, y aunque las veas, nunca están realmente. Pero con ella sentías por fin una verdadera presencia. Alguien que sin duda alguna estaba ahí. Y si no estaba, su ausencia pesaba.

Y cuando la nombraban, solo tenías buenos recuerdos y una agradable sensación.

Paul la adoraba. Cuando nació, ya habían pasado cuatro años de su experiencia en las trincheras. El hollín y las magulladuras que tenía en su espíritu, fueron limpiados y sanados por esa niña.

Cuando cumplió diez años, Belén sufrió una traumática experiencia. Nunca supimos bien que fue, pero dejó secuelas. Se había perdido en la ciudad una noche que salió con sus padres. Cuando la encontraron después de una hora, no habló ni dijo palabra alguna.

Pasó el tiempo. Y ella no volvió a hablar.

Desde ese momento, se volvió muda, y a pesar de unos leves sonidos, no volví a escuchar una sola palabra de sus labios.

Los años pasaron. Ella no superó el trauma, aunque logró llevar dentro de todo, una vida normal. Y su alma tan delicada y buena no cambió. Siguió siendo la alegría de su padre, cautivando a aquél que se presentase. Para quien cargara una pena, Belén podía consolarlo con tan solo sonreír. Para la persona en busca de sentido, el mayor sentido puede ser la más sincera sonrisa.

En el caso de Paul, ella fue de mucho más conforte aun cuando su esposa falleció. Belén tenía trece años.

A pesar de su discapacidad, logró ingresar a la facultad y estudiar biología marina, con un excelente desempeño.

Aprendió lenguaje de señas, y los más cercanos también nos capacitamos para entenderla.

Siempre que podía, la visitaba. Me contaba cómo se encontraba, cómo iba con los estudios, cómo aquella semana fue de prácticas a estudiar ballenas en el sur, o cuanta variedad de peces había en nuestros ríos. No entendía mucho en realidad. Pero lograba distraerme del mundo y de la gente, encontrando apoyo en esta vida. Podía sentir que en la tierra aún existían pequeños brotes de inocencia, de sencillez, de dulzura.

Podía creer en un sentido.

Cuando me hablaba, la observaba, confundido. Después de lidiar con criminales, ladrones, asesinos, delincuentes y psicópatas, encontrarme a alguien como Belén era una completa extrañeza. Una peculiaridad entre tanta normalidad humana.

Un brote de fe en medio de la maleza de la sociedad.


Tres años atrás.

Antes de lo que pasó en Potrerillos, solía ir más seguido a la casa de Paul.

- ¡Qué no eres fea!

No lograba animarla. Ella solo hacía gestos y señas frenéticamente, con lágrimas en los ojos. Tenía dieciséis años en ese momento.

Mis palabras no bastaban para consolarla.

Belén había vuelto del colegio, totalmente devastada. Yo casualmente me hallaba en la casa de mi tío. Cuando la vi, me asusté. Pocas veces la había visto triste.

- ¿Y vos le vas a creer a ese patán?- atiné a decir cuando me contó que un compañero se había burlado de su mudez.

Ella se corrió el pelo de la cara y siguió mostrándome:

"Mírame (dijo) no se hablar. No puedo sacar una maldita palabra de mi boca y cuando lo hago, lo único que me salen son balbuceos. Nadie nunca querrá estar con una muda chiflada de mierda como yo".

Su drama, por más serio que lo dijese, me resultaba tierno.

-Mira el lado positivo. A los hombres no les gusta que las mujeres hablen mucho- comenté.

Ella me fusiló con la mirada, totalmente dolida.

Me levanté de mi asiento y me senté al lado de ella, pasándole un brazo detrás de sus hombros. Ella lloraba en silencio, cubriéndose el rostro con las manos.

Era una niña.

- Belén- le dije- vivimos críticas, calumnias, mentiras, todo el tiempo. A veces nos duelen. Nos duele una cosa de nosotros que no es cierto ¿Te das cuenta lo absurdo de nuestro dolor?

"Pero si es cierto lo que me dijo" señaló con las manos "soy fea. Fea y muda".

- El que una persona diga eso, no implica nada. No sirve. Ni aunque mil personas lo hagan. Lo que al final va a importar, es la concepción de uno mismo.

Ella no respondió. Proseguí:

- No vivimos para escuchar lo que el otro opine de nosotros. Es verdad, cada uno puede opinar lo que le plazca. Pero el tomarlo o no, es cuestión nuestra. Al igual que todo lo que nos dicen, no solo de nuestra apariencia y nuestras cualidades. Sino también de lo que nos enseñan y de lo que nos quieren transmitir.

La abracé con más fuerza.

- No tenemos por qué recibir opiniones e ideas que no tengan la intención de transmitir algo bueno. Cuando una persona nos juzga y nos señala, está en uno decidir qué hacer: creerle, o estar seguros de nosotros mismos y de lo que somos. Porque al final, lo que importará va a ser lo que opinamos nosotros sobre nosotros, agradeciendo lo bueno que tenemos, y corrigiendo lo malo.

"Ser muda es malo" dijo.

-Lo sería si lo fueses con intención de dañar a alguien. Pero nadie termina lastimado por una muda. El único que puede dañarse por eso, es el mudo con la concepción que tenga de sí ¿Tu concepción cómo es, Belén?

"Realista" respondió. Su ceño fruncido inspiraba simpatía.

-Error. Tu concepción es pesimista. Porque si fueses realista, no te centrarías en que no puedes hablar. Al igual que ese idiota, solo tiene una visión pesimista de tu persona.

Pero si indagas más, y eres más concreta, descubrirás que eres una chica muy inteligente, buena, leal. Una muy buena compañera y amiga.

Todo esto es mucho mayor que no hablar.

Ella levantó la mirada hacía mí.

-Quien no te quiera así, pues... que se joda. Se lo pierde- sonreí.

Ella sonrió, sinceramente, como lo suele hacer. Agregué:

-Perdón por no tomármelo en serio al principio. Quiero que sepas que, digan lo que digan, y aunque no me creas, te valoro así como eres.

Ella se secó las lágrimas y dejó caer su cabeza sobre mi hombro.

Como sanan las almas ante la presencia de la inocencia.


Día de hoy.

Mientras caminábamos entre las tumbas, mi mente se había desentendido por un instante del mundo de los vivos.
Pero pasados unos minutos, nos fuimos del cementerio y nos despedimos. De ahí me dirigí hacia la oficina de mi jefe. Solo para enterarme de que otra sospechosa muerte exigía respuestas.
Acababa de visitar a los muertos, solo para darme cuenta que afuera del cementerio me estaban esperando más muertos.

El canto del galloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora