Capítulo 3

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"El hombre es semejante a un soplo,

y sus días son como una sombra fugaz"

Salmo 144.

Día de hoy.

-¿Qué haces merodeando por acá? - pregunté extrañado.

-Me gusta venir a estos lugares cuando me siento perfecto- respondió Paul, quien había caminado lentamente hacia mí

Será por mi oficio. Será por mi modo de ver las cosas. Desde la infancia he visto como las personas evitan o se suprimen al hablar de los cementerios y los difuntos. Será que buscan pensar y auto convencerse que pueden vivir felices, seguras, sin miedo, o tal vez, para siempre. Y reprimen todo sentimiento o idea acerca de la muerte. Me parece una actitud algo absurda. Y es que, al fin y al cabo ¿No es esa la vida? Un soplo.

Por supuesto nadie entendía mejor eso que mi tío, Paul Disantos. Mis padres no tenían miedo en razonar y reflexionar acerca de estas cosas. Pero en el caso del tío Paul, sus vivencias le daban motivo para ello.

Se alistó en el 1982 con dos amigos, ante la guerra contra Gran Bretaña. Tenía 27 años cuando estuvo acurrucado dentro de una trinchera, al borde de morir de hipotermia, con un fusil en sus manos, el ejército inglés acechándolos noche y día, en el frío suelo de aquellas islas. Contempló armas en sus brazos, cadáveres a sus pies, balas y granadas rodeando su vida, su patria en llamas. Sus amigos murieron en combate, su tiempo estuvo al borde del ocaso, sus días fueron contados bajo la oscuridad de una trinchera. Sus manos temblaron mientras el mundo le decía ¿Estás dispuesto a surcar esta prueba ante el desespero y la atrocidad? ¿Te atreves a degustar este amargo sorbo? Nadie tenía más derecho a pensar en la muerte que el tío Paul.

La guerra no influyó fuertemente en su personalidad ni en su salud mental. Lo sigo viendo como cuando yo tenía seis años. Una persona pasiva, observadora, generosa, serena y empática. Pero al observarlo por más tiempo también distingues una actitud más contemplativa, melancólica y cansada, y eso me hace notar que la guerra aún pesa en sus hombros.

Di una ojeada al frente mío. La lápida de Victoria, aún impecable sin que el transcurso de dos años la desgastara, mantenía oculta del ojo del hombre, la crudeza de los actos humanos. Desde una injusta guerra, hasta un injusto crimen. Me quedé unos segundos velando la tumba. Paul continuó:

-Frente a la soberbia y al orgullo no hay mejor remedio que pensar en la muerte ¿Qué tengo, que soy? ¿En qué me jacto y regordeo? No tiene mucho sentido, pues sea mañana o en cuarenta años, todos llegamos acá. Es en los cementerios donde asimilamos nuestra finitud, y nos damos cuenta de nuestra imperfección frente al sentimiento de la muerte. De nuestra muerte. Nuestro remate. Y es en ese momento cuando pensamos ¿Y ahora qué hacemos?

Ojalá tuviésemos como Paul en nuestra vida momentos tan cercanos a la muerte como una guerra. De hecho, cada nuevo día que vivimos es una experiencia cercana, si lo piensas de un modo. En las inminencias del mundo, vivir un día más es escapar del fin. Y con la muerte acechándote en cada momento, el que termines tu día a salvo es haber sobrevivido. Si lo piensas así, al final de cada jornada, pensarías y te dirías en lo profundo: "Sobreviví un día más".

No obstante, sería adecuada una experiencia más, por decirlo así, directa. Un accidente laboral, un accidente en la calle, un robo, una guerra. Sería más fácil para nosotros masticar esas palabras. Sería más sencillo tomar conciencia de nuestra brevedad.

Abandonamos la tumba y comenzamos a vagar por el cementerio.

-¿Cómo vas con el caso nuevo?

-¿Cómo te has enterado?- Le pregunté.

El canto del galloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora