Incendio

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El viento aquel día era bastante fuerte. Michael cerró la puerta de casa con esfuerzo y se apoyó contra ella, suspirando. Deslizó su mochila hasta el suelo y se resbaló hasta el suelo, doblándose sobre sus rodillas, tapándose los ojos con las manos, sollozando en silencio, agitando sus hombros con violencia. Estuvo así un tiempo, hasta que finalmente, cogió la navaja que su padre había olvidado en el mueble de la entrada al salir a trabajar, la cual había sido regalo suyo, y salió a la calle, intentando forcejear con el temporal. No podía dejar así las cosas, era un peligro. No para él, claro.

Caminó durante bastante rato, acompañado por la furia, el dolor y la desesperación. Sentía sombras a su alrededor, que lo aprisionaban. Notaba el viento a su favor, empujándolo hacia delante, como apoyando su decisión. Y es que él sabía que a veces el peor camino es el mejor.

Jugó con la navaja multiusos roja en su mano, haciendo como que el viento no le molestaba y lo empujaba, parado en mitad de la calle, frente a una casa blanca, con ventanas algo destartaladas, algunas de las persianas, arrancadas, las plantas creciendo descontroladamente por el jardín, la puerta de madera cerrada a cal y canto, cubierta en su mayoría por enredaderas y hiedra, la manija ya ni se veía. Pero Michael podía entrar, si era su deseo, con total tranquilidad, sin correr riesgos de ser encontrado por nadie, de quedar encerrado dentro, o de cualquier tontería similar. Nunca había nadie allí, excepto él, y pocas personas más, y nadie se acercaba a la casa, pues decían que había pertenecido a una vieja con fama de paranóica. A partir de ahí, las historias que se rumorizaban eran bastante interesantes, mas indudablemente falsas. Michael nunca las creyó, porque él sí sabía quién era la persona que allí antes había vivido. Y ese era el por qué él conocía lo suficientemente bien la casa como para encontrar un pasadizo secreto en la parte trasera del jardín, algo más allá de la casa, entre los primeros árboles del bosque que comenzaba a cien metros de la casa. Solo que, para abrir la trampilla en el suelo, era necesaria una llave, de la cual solo habían existido dos copias. Una, desapareció al fallecer la anciana. La otra...

- ¡Mike! ¿Se puede saber qué haces fumando?

Michael se sobresaltó, pues no había visto a la chica rubia venir hacia él. En cuanto la tuvo lo suficientemente cerca, apartó su cigarro de la boca para darle un breve beso. Ella se ruborizó, por supuesto. Una de las cosas que ella solía hacer era enrojecer cada vez que hacía una muestra de cariño hacia ella en público, aunque fuese en mitad de un lugar abandonado, al cual no iba nadie, y en el cual nunca nadie, nadie, los vería.

- Kai, ¿se puede saber por qué te sonrojas tan adorablemente cada vez que te beso? -preguntó en un susurro, intentando sonar casual, imitando su tono.

Kai agachó la mirada, y tocó la cadena que se extendía bajo su camiseta rosa; siempre hacía eso cuando intentaba deliverar una respuestra a una pregunta inesperada y quería contestar lo más siceramente posible.

- Bueno, ya sabes... -se mordió el labio- Creo que nunca voy a acostumbrarme a que un rebelde se preocupe tanto por mí.

Michael sonrió con el cigarro en la boca, respirando con placer el humo, y liberándolo lentamente.

- Creo que aún no te has dado cuenta, que soy tu amigo de la infancia, que en este pueblo, la única persona que ha sido capaz de ayudarme a superar la muerte de mi madre has sido tú, y que el resto de chicas son idiotas. Básicamente -rió cuando Kai hizo una mueca, ella sabía muy bien a qué se refería- es eso. Aunque, claro, si prefieres que te demuestre mi extraño amor inentendible de una manera diferente, digamos, con un beso en la mejilla...

- ¡No! -gritó ella, y se puso de puntillas para juntar sus labios de nuevo.

No lo pilló desprevenido, él sabía cómo hacerla picar, el haber crecido juntos significaba conocerla bien. Alzó sus manos para acariciarle el liso cabello, sujeto atrás por un par de simple orquillas dispuestas en forma de equis, para quitarle los alambres y guardarlos en los bolsillos. Pasó un brazo por su cintura y la acercó hacia sí, mientras le mordía los labios. Suspiró y la volvió a besar una vez más antes de dejar que se posara sobre sus pies.

Cuando las luces se apaganDonde viven las historias. Descúbrelo ahora