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Esa fue la primera noche que dormimos juntos. Prácticamente como lapas. Algo que siempre había odiado y que, sin embargo, esa vez me reconfortaba.

Al día siguiente recogimos las cosas, ya que nos marcharíamos tras el desayuno. Básicamente nos habíamos quedado los miembros más cercanos de la familia y mis amigos, por lo que el desayuno sería algo totalmente informal.

Jacob, es decir, Nate, se había puesto una camiseta de un grupo de rock y llevaba el cabello algo alborotado, sin la común y eterna gomina ni su peinado de niño bien que solía lucir. Y a mí me parecía el ser más hermoso del planeta.

Cuando tomamos asiento en la mesa a Claire casi se le desencaja la mandíbula.

—Me gusta tu estilo, Jacob que no parece Jacob. —Le dijo.

Estaba deseando contarle todo a mis amigos, aunque obviamente ese no era ni el momento ni el lugar, pero la impaciencia me podía. Estaba eufórica, y a la vez sentía pánico ante tanta felicidad.

Matt debió notar mi impaciencia ya que sugirió que al ser un día festivo podíamos cenar todos los amigos juntos esa noche. Mi respuesta afirmativa sonó hasta suplicante.

Luego todos se marcharon, a excepción de mis padres, los recién casados y yo, que debíamos guardar aún algunas cosas del enlace.

Llegué a mi casa agotada, aunque con energía debido a mi felicidad. Y también algo nerviosa, debo admitir. Esa noche podría considerarse como mi primera cita oficial con Nate. Así que sí, estaba emocionada y eufórica como una quinceañera enamorada.

La cena fue de maravilla. Mis nervios se calmaron un poco cuando Nate me tomó de la mano y él mismo empezó a hablar al ver que a mí se me hacía muy difícil. Después de todo también a mí a veces me faltaban las palabras.

El hecho de que lo explicara él me sirvió, además, para conocer un poco su visión de lo sucedido. Por lo visto los dos habíamos pasado por las mismas fases y dudas. Sólo que palabritas tenía fritos a sus amigos con el tema y mudito se guardaba todo más para sí mismo. Pero los dos sentíamos que habíamos subido a ese barco que deseaba zarpar y que a ambos se nos hacía tan difícil de tripular.

No sabía lo que pasaría, ya que no veía el futuro ni podía tener ese control sobre el, pero sabía de sobra dos cosas; que quería arriesgar y ver a dónde nos llevaba todo, y que en ese momento tal vez no fuese la Amanda perfecta, porque eso era un imposible, pero sentía que estaba ante la mejor versión de mí. Y sabía que eso había sido posible, en gran parte, gracias a esas personas con las que en ese momento compartía mesa. Mis guías en los momentos oscuros, ese gran apoyo, el incalculable valor de su amistad. Y en ese momento no necesitaba más. Tenía en mi vida mucho más de lo que podría pedir. ¿Para qué soñar? En ese punto lo que más valía era mi realidad. El sentirme tan plena con mi vida, y el tener más suerte de la que jamás habría podido imaginar.


El precio del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora