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Kenma Kozume siempre ha creído que los seres humanos son reinados por el miedo, en una constante danza con la curiosidad y el deseo, tan armónica como el más dulce sonido jamás escuchado.

Porque si algo era cierto era que, criaturas tan complejas como lo eran, hacían las cosas por dos simples motivos: evitar sufrir o el deseo.

Y por evitar sufrir, Kozume creía que se referían a temer; si hay algo que moleste más que un corazón roto, es esa constante opresión en el pecho que te corta la respiración y te hace preguntarte qué pasará a continuación, incluso cuando deberías únicamente estar enfocado en el ahora.

Aquello era lo que Kozume sentía ante la brecha entre Karasuno y Nekoma.

Y, no, no se refería a la malla de dos metros con cuarenta centímetros; ni al hecho de que sus compañeros se vieran más agotados que de costumbre.

Eran las constantes acciones del Karasuno, realizadas por todos sus jugadores quienes constantemente —y con cada poro en su piel— les gritaban —les reclamaban— que eran mejor que ellos.

Que estaban en un nivel completamente diferente.

Y Kenma sólo había logrado entenderlo a través del miedo. Quizá, y después de todo, si era cierto eso de que «letra con sangre, entra».

Y lo peor —a lo que Kenma más le temía— era ese grito, interno y constantemente de que aquello era el fin.

No habrían cuartos de finales, ni semifinales y mucho menos una final para el Nekoma actual.

Su entrenador, igual o peor de estresado que ellos, llamó por un tiempo fuera, agotando el último que les sobraba en el tercer set.

Kebma juraba —porque conocía— que Nekomata intentaba convencerlos de que ellos podrían adaptarse a las jugadas del karasuno, incluso cuando la brecha de dos puntos les amenazaba de muete, en especial cuando el marcador mostraba 24 puntos a favor de los cuervos.

Kozume, Yaku y Kuroo —quienes se atrevían a pensar con una lógica tenaz, desviándose de la constante daga en sus gargantas—, decidieron que ya era tarde para adaptarse, que debían despejarse de sus viejos medios si querían tener al menos una pequeña oportunidad de machacar a aquellos cuervos de pueblo.

Sí.

Se acostumbraron por una parte del segundo set y, ese pequeño momento, les abrió una puerta hacia la victoria.

Y sí.

La habían dado por sentado cuando fueron los primeros en llegar a 17 puntos en el tercer set.

Ahora pagaban las consecuencias de darle una oportunidad al Karasuno para que se acostumbran a los Gatos, y el tiró les salió por la culata.

Kuro tenía rabia, una que le carcomida la cabeza entre preguntas que le nublaban la consciencia y no lo dejaban pensar con claridad.

Kenma, con un miedo que le calaba los huesos —y no necesariamente por el resultado del partido—, intentaba pensar en la estrategia perfecta.

Claramente, sin llegar a una conclusión válida.

Empero, lo que más le tenía temblando las piernas era ver cómo lentamente Tetsurō se alejaba; era esa brecha, que con el tiempo crecía y que él no era capaz de detener, ni aunque su único trabajo fuese el de colocar un balón y no estorbar en la cancha.

Y se maldecia por distraerse cuando los cuervos se alimentaban de su cansancio y desesperación; aún así, Kenma era un humano, tentado por el deseo y manteniéndose a raya por el miedo.

ʀᴀᴍÉ |ᴋᴜʀᴏᴋᴇɴ|~ •ʜᴀɪᴋʏᴜᴜ!•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora