Aceptar

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El calor del verano cada vez se hacía más insoportable, y las noches no daban tregua en la aldea de la hoja.

Y la vida continuaba, en un ciclo de nunca acabar; en estaciones que se repetían sin cesar, año tras año.

Pero a veces, parecía que el tiempo se detenía, que el mundo dejaba de girar y el universo se alineaba para que solo existieran ellos, en un silencio que parecía gritar mucho más de lo que escondía.

Porque aquella relación continuaba cambiando y avanzaba a un ritmo constante, seguro; sin retorno.

Donde cada día que pasaba, Shino se sentía más seguro de haber dado ese paso; abrir su corazón no había sido fácil.

Aceptar que no podía continuar en ese estado pasivo, esperando a que la vida se le fuera de las manos y la felicidad se escapara con otro, fue algo de lo que no se arrepentiría jamás.

Y, en este largo recorrido, en aquellos pequeños grandes cambios que había logrado, sentía que al fin comenzaba a alcanzarla.

Porque por primera vez, sus hermosos ojos claros buscaban los suyos más seguido, y de una forma completamente distinta a como lo habían hecho antes; lo había notado.

Era totalmente imposible que él no se diera cuenta de algo así, si la conocía de toda una vida.

Pero él quería más, y ya no buscaba solo miradas; quería todo.

Su corazón latía desesperado cada vez que lo pensaba, su estómago se revolvía asustado y contento, en una mezcla de emociones y sensaciones que jamás había experimentado, y que solo le daban más fuerzas para continuar.

Porque él sabía, que tarde o temprano, Hinata tendría que verlo; porque ella lo conocía tanto como él a ella.

Y sentimientos tan fuertes, tan grandes y profundos; no podían pasar desapercibidos. No podían dejar de alcanzarla.

Él, que vivía en la oscuridad, había comenzado a brillar; ella debía verlo, encontrarlo.

Confundida, era una palabra a la que le tenía mucho cuidado, sobretodo si involucraba sentimientos y a su mejor amigo.

No quería sentirse así.

No quería mirarlo de alguna otra forma que no fuese como debía ser: solo amigos.

Pero era casi imposible.

Completa y absolutamente impracticable observarlo y no recordar todos aquellos momentos que habían compartido. Todas aquellas nuevas formas de acercarse, de estar juntos que habían experimentado.

Difícil, cerrar los ojos y no sentir aquellos brazos fuertes sujetarla y su mano tomar la suya de esa forma tan dulce, tibia.

Y se volvía irresistible apartar la mirada, cuando él dormía tan tranquilamente en su sillón luego de almorzar en aquella tarde de verano sin nada más que hacer.

No podía concentrarse en su lectura, si en cada momento sus ojos lo buscaban.

Se rindió, cerró su libro y lo contempló.

No sabía que hacer.

Él era su amigo.

No podía confundirse.

Y sus ojos, nuevamente se iban a su compañero, sentado en el sillón del frente, porque observarlo en completa tranquilidad era algo que muy pocas veces podía hacer.

Mirar aquel rostro que ahora lucía sereno, descubierto y completamente accesible sin esas gafas ni su gorro, le permitía observar lo apuesto y varonil que se había vuelto con el paso de los años.

LuciérnagasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora