Capítulo cinco.

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El sombrero de paja voló por los aires y aterrizó sobre cubierta

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El sombrero de paja voló por los aires y aterrizó sobre cubierta. Rozó la pierna de uno de los hombres que tiraba de los cabos para amarrarlos a la clavija del portacabillas en la cubierta. Levantó el pie y lo pisó con la bota.

―¡Ya se lo doy, doña! ―le gritó.

Sofía se aferró a la regala, donde había sentada la última hora, y se devolvió a cubierta. Pasó junto a él y le dio un golpe en el muslo para que soltara el sombrero. Le agradeció con un asentimiento al tiempo que se lo ponía. No la protegía tanto del sol como el de tres picos que se trajo, pero le faltaban ganas de ir por él. Le comenzó a parecer un absurdo que el encierro de su camarote la asfixiara cuando ya estaba acostumbrada; la vista del mar dejado atrás que observaba a través del vidrio de las ventanas le concedía un espectáculo para su disfrute que la reconfortaba.

Ni siquiera esa imagen la tranquilizaba.

En el fondo, sabía que su inquietud no estaba en el encierro del camarote o en aquello ―o aquellos― que dejó atrás. Estar en ese lugar le revolvía el estómago. Nada allí parecía suyo porque no lo era. Se montó a bordo de un barco con el que no estaba familiarizada y durmió en una cama con el marcado olor de otra piel que le desagradaba, a pesar de que había cambiado la sábana y se había encargado de limpiar hasta el último rincón antes de partir hacia Veracruz. El cambio brusco de ambiente le trajo recuerdos vívidos de años atrás cuando fue arrancada de su casa y obligada a vivir en un lugar que nunca sintió suyo, compartiendo un cuerpo que, durante su encierro, tampoco sintió suyo. A igual medida, le mortificaba el rumbo al que se dirigía.

Regresaría a un pueblo que la había señalado y juzgado por cómo vivió cinco años antes de su regreso, y los dos años siguientes que residió allí no hicieron más que alebrestar las habladurías. Las mujeres públicas estaban expuestas al yugo opresor, al señalamiento de los que se consideraban dignos y limpios. Una carcajada de amargura la sacudió, y decidió retomar su lugar en la proa.

Con las manos en la regala, centró la mirada en el mar que tenía delante. Llevaban cerca de tres días y medio navegando. Partieron apenas le fue posible recuperar el control de la Honda. Sebastián tardó otro par de días en contratar a una nueva tripulación, y aun así no quiso arriesgarse a enviarla acompañada de hombres desconocidos, por lo que le cedió la mitad de los de la Domarina. Rómulo, el escribano, se quedó con él como era de esperarse. Aún les quedaban asuntos pendientes para el momento en que ella y la Honda abandonaron el puerto.

Le desgarró el corazón separarse de él. Le continuaba sofocando ese enloquecedor sentimiento de peligro, como si presintiera que se acercaba una tormenta. La sensación se negó a abandonarla desde el día en que Bernardo fue arrestado. Esperaban que diera batalla, que se revelara ante la idea de rendirse, que peleara a muerte...

Su arresto fue tan sencillo que le ahuecó el pecho.

Se concentró en la forma en la que el barco rompía las olas en su avance y en como el agua parecía crujir a medida que le abría paso. La brisa la azotó en la cara, sacudiendo el sombrero y amenazando con llevárselo lejos. Presionó la mano en la cabeza y lo mantuvo en su lugar. Las aletas de la nariz se le ensancharon a medida que respiraba el único olor en el mundo que la tranquilizaba.

El arribo del corsario (Valle de Lagos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora