Capítulo dos.

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―¿Logró ver a su hermana, capitán? ―preguntó Lleco al verlo subir a cubierta desde el puerto

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―¿Logró ver a su hermana, capitán? ―preguntó Lleco al verlo subir a cubierta desde el puerto.

Bellamy Tomer asintió mientras se refugiaba en el camarote de La Diabla, la espectacular fragata anclada al puerto improvisado de la ensenada.

―Dile a Cristiano que necesito hablarle.

―Está con el soldado del puerto, el tal Cristóbal. Al parecer, el bergantín que buscamos pasó por San Juan hace unos días.

Tomer cerró la mano derecha en un puño y azotó el aire.

―Ve por él. ―Lo apremió con una mirada insistente―. Que regrese a bordo cuanto antes.

Lleco asintió y saltó por la borda hasta caer en el desgastado puerto.

El puerto principal de San Juan Bautista estaba cruzando la Ensenada de Boca Vieja, donde había anclado en la madrugada, refugiado por el tranquilo gruñido de las olas y el manto oscuro de la noche. Movilizó a unos pocos muchachos de la tripulación para hacerse de nuevas velas y terminar de reparar la mayor, que acabó rasgada por la bravura del viento caribeño en su trayecto por el Paso de los Vientos, y otros pocos a buscar abastecimiento, por lo que el barco se encontraba en relativo silencio.

Algo que utilizó para ordenar sus ideas.

Con veintinueve años, estaba cansado de ser un trotamundos y de ir y venir de puerto en puerto, de asaltar barcos para hacerse de dinero y matar cristianos para asegurar su vida. La vida a bordo le encantaba, con el mar instándolo al sueño y la brisa calmando sus ansias, pero añoraba algo más que aquella tortura sanguinaria. Quería hacerse del dinero suficiente para retirarse con un buen monto con el que subsistir, instalarse en algún territorio donde pudiera estar a salvo y construirse un hogar como cualquier otro cristiano.

Lo vio tan cerca en aquel enero de 1741 con la captura de un barco inglés en aguas de la Florida. Aunque tenía dos barcos, una fragata y una corbeta, ampliar su flota significaba un aumento de ganancias, si bien también mayor número de gente a su cargo, en su mayoría gente embrutecida por su mala fortuna.

Ordenó que fuera llevada hasta Bahamas para repararla y realizarle cambios que la volvieran imposible de identificar, pero a medio camino fue interceptado por la flota española y enviado a Veracruz para presentarse ante el virrey de la Nueva España. Este le ofreció, a cambio de perdonarle la vida, una patente de corso para defender los territorios de la corona española de los buques ingleses tras la declaración de guerra año y medio antes. Sus opciones eran limitadas ―aceptar la patente o colgar del cuello― y a él aún le quedaba una pequeña esperanza de ser libre.

Sin importar cuán bien se había adaptado a la piratería, su estilo de vida era uno que lamentaba, en especial porque el motivo que lo había situado rumbo a ese destino llevaba ya muchos años que se encontraba bajo tierra. No era más que el recuerdo de un hombre por el que, años atrás, hubiese dado la vida si fuese necesario. Cómo deseaba que estuviera con vida para asestarle ese puñetazo que se merecía...

El arribo del corsario (Valle de Lagos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora