Capítulo diecisiete.

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Cuando la vio bajar del coche, apoyada del brazo de su padre, Nicolás pensó que ni la misma Yemayá podía comparársele

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Cuando la vio bajar del coche, apoyada del brazo de su padre, Nicolás pensó que ni la misma Yemayá podía comparársele.

El último rastro del atardecer desfiló por el techo del coche, cayendo como un manto de oro sobre ella. Vestía una basquiña y casaca azul de seda moiré, cerrada al frente, donde le lucía un embrocado de seda plateada que se extendía hasta las haldas. Las mangas le cubrían la mitad de los antebrazos, permitiéndole observar el brazalete de oro en su brazo izquierdo. Una gargantilla de oro le cubría el cuello. Se tomó un instante para disfrutar de sus gestos, la boca perfilada y la nariz ancha y los briosos ojos de ébano, que quedaban descubiertos por el peinado alto y recogido con punzones de oro al que apenas se le escapaba un mechón ensortijado descansando en el hombro izquierdo. Las luces de las antorchas acentuaron lo dorado de su piel morena. Con el movimiento involuntario del mechón sacudiéndose por arbitrio de la brisa, tuvo la tentadora necesidad de acortar la distancia y acomodarle el pelo, recorrerlo tal vez con el índice y apelar al primer rose de su piel.

Se esforzó por relajar la postura, que no supo hasta entonces que la mantenía tensa. Por el amor a Cristo, cuando ya no le podía encontrar más atractivo, se le aparecía en frente y le daba una bofetada.

Se obligó a carraspear al observarlos acercarse. No fue consciente de la presencia de Doña Ana hasta que se detuvo en frente y lo saludó con una sonrisa y un asentimiento de cabeza. El acercamiento de Sofía fue más tímido, incapaz de mirarlo fijo. Recorrió la cornisa y después el balcón de la fachada lateral izquierda como si su vida dependiera de ello. Le pareció tan inusual aquella actitud que estuvo a punto de echarse a reír ¡Parecía una cría!

Don Álvaro enserió el rostro.

―Buenas noches, visitador ―Nicolás percibió un amago de hostilidad, pero se fingió indiscernible.

―Buenas noches, don Álvaro. Doña Ana. ―Le tomó unos cuantos segundos obtener la atención de la mulata. Al conseguirlo, Sofía torció la boca en un vago intento de sonrisa―. Doña Sofía.

Sofía se encogió de hombros, indecisa ¿Debía actuar como si no hubiese hecho una magnánima estupidez o debía disculparse frente a su padre por la incómoda posición en la que había puesto a la familia? No se le escapó la sonrisa condescendiente y los gestos despreocupados de Nicolás, digna de su imagen de anticristo arrogante, que acabó poniéndola más nerviosa.

Nicolás alargó el brazo hacia las grandes puertas de la entrada, abiertas de par en par.

―¿Me permite escoltarla, doña Sofía?

Sofía miró a su padre y cuando este asintió al tiempo que se internaba en la propiedad, respondió a su ofrecimiento con un rápido movimiento de cabeza.

Envolviendo su codo con suavidad, la instó a caminar más lento, permitiéndole obtener una distancia prudente entre sus padres y ellos.

―Dime, querida, ¿cuándo quieres que le pongamos fecha a la boda?

El arribo del corsario (Valle de Lagos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora