Capítulo catorce.

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Nicolás atravesó el campo de batalla con un baladro áspero como el rugido de una bestia, azotando a su paso con la palma a todo pobre diablo que flanqueaba su camino a la salida

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Nicolás atravesó el campo de batalla con un baladro áspero como el rugido de una bestia, azotando a su paso con la palma a todo pobre diablo que flanqueaba su camino a la salida.

―¡Detente ahí, sinvergüenza!

A pesar de la firmeza y rabia en su voz trémula, lo ignoró. El incesante golpeteo de la bota zapateando la piedra lo hizo percatarse del paso apurado con el que andaba. La plaza principal sucumbió al mismo alboroto que un puerto: el sonido de cajas al ser apilonadas asustó a dos niños que corrían detrás de un perro, y una mujer abrió el abanico, moviéndolo con desespero, mientras le ordenaba a su criada que enviara a alguien a comprar lomo de puerco y un azumbre de vino para la cena. Las voces de los mercaderes anunciando sus productos distrajo su atención por un instante.

―¿Cinco maravedíes por un huevo? ―le cuestionó una mujer―. ¿Está hecho de oro?

Nicolás se vio tentado en lanzarle el dinero si con ello cesaba la discusión. No muy lejos del puesto, otros clientes discutían con los vendedores los precios del chile y la mermelada. Se pasó una mano por el pelo y bajó un poco el cuello de su camisa. Un dolor se le instaló en los párpados. El griterío por asuntos mundanos, a los que no estaba acostumbrado, comenzó a provocarle una jaqueca.

Como si una movida macabra del demonio se tratara, pasó frente a él un jinete con un caballo indomable. El hombre se esforzaba por contenerlo a través de las riendas, pero el animal, incapacitado para razonar en ese estado, se levantó en sus cuartos traseros y relinchó.

―¡Cuidado con la carreta! ―gritó un arriero.

El jinete no escuchó a tiempo la advertencia. El caballo pateó a la mula y el animal, emitiendo un sonido entre un rebuzno y un relincho, se echó a correr, llevándose la carreta. En el camino fue dejando un rastro de yucas, calabazas y jitomates a medida que se iban cayendo de la caja.

De pronto, la atención de los lugareños se trasladó hacia él. Vio rostros con gestos inquietos, algunos incluso horrorizados, y no fue hasta que notó a la muchedumbre murmurar entre sí que recordó su estado: el moretón en el ojo, la camisa manchada de sangre, rasgada en los bajos, y los nudillos rojos. Aquellas eran heridas menores en comparación con las que veía a diario a bordo de su barco. Había olvidado cómo era la vida en un pueblo. Tuvo de pronto la necesidad de huir de aquella prisión pueblerina.

―¡Te he dicho que...! ―la voz de su padre se apagó en cuanto Nicolás volteó a verlo con los ojos desorbitados.

Lázaro apartó la mano de su hombro al instante y retrocedió, devolviéndose a la prudencia.

―Le he dicho, padre ―juntó los dientes, sucumbiendo con lentitud a la impaciencia― que no me trate como al muchacho que crio, porque de ese Nicolás Santamaría solo queda el nombre.

Observó el movimiento de su garganta al tragar, y por instinto soltó un bufido.

―¿Qué quiere? ―le cuestionó de forma adusta―. Le responderé siempre que no se trate del mismo asunto.

El arribo del corsario (Valle de Lagos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora