Capítulo doce.

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―Has cambiado

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―Has cambiado.

La sentencia arrojó a Tomer a un estado nervioso, donde se percibió a sí mismo golpeándose los muslos con los dedos.

―Ya no soy un jovencito ―le recordó.

―Te pareces a tu padre.

Una mueca de tristeza le arrugó el rostro, pero la reemplazó al instante con una sonrisa desganada.

―Dime por favor que no se lo has dicho en voz alta.

Cándida Santamaría sonrió, con ambas manos sosteniendo la taza blanca sobre su falda gris.

―Lázaro siempre supo que, de los tres, tú eras el que más se parecía a él. ―Recorrió la asa con las uñas mientras estudiaba el cambio en el rostro de su hijo. Fue incapaz de ocultar su descontento.

―En apariencia ―precisó Tomer―. Respecto al resto...

―También te pareces a él ―concluyó.

Tomer levantó la cabeza, dudoso, casi asustadizo.

―Madre ―Alargó el brazo hasta la mesa redonda y dejó allí la taza. Frotándose las manos del pantalón, continuó―: Lo que ocurrió con Enrique...

―No ―acortó su disculpa―. No eres responsable.

―Si hubiese estado aquí cuando sucedió, habría podido hacer algo.

―Suponiendo que así fuera, lo hubiese vuelto a hacer. Su obsesión pudo más que su voluntad.

Con un pesar que lo abrumaba, Tomer asintió.

―De todas formas, le pido disculpas por provocarle una vergüenza por las decisiones que tomé ―Suavizó la voz, y casi por inercia también el gesto tenso y adusto―. Temo que dejé que mi desesperación me guiara mal.

―Nicolás ―la manera dulce en la que dijo su nombre le apretujó el pecho―. Siempre supe lo que te impulsó a esa vida, y no hay manera en que me pueda sentir avergonzada de ti.

Levantó la mirada y la observó con los ojos de un niño hambriento de cariño. Nueve años sin verla o escuchar su voz alimentaron las ansias de un hogar y engrandecieron ese hueco en su pecho.

Tomer se puso de pie, se arrodilló frente a ella y le tomó de las manos.

―Madre, sé que han pasado muchos años desde que me fui y no sé si tenga permitido pedirle un consejo.

La caricia de su mano suave en la mejilla acalló su petición. Tenía la mirada dulce que había echado de menos centrada en él.

―Esperé mucho por tenerte de nuevo conmigo ―Cándida suspiró. Su semblante era pacífico―. No quiero negarte nada si eso me permite alargar nuestro tiempo juntos.

Tomer le sonrió.

―Hace pocos años, España me concedió una patente de corso ―le comenzó a explicar―. Estuve involucrado en un enfrentamiento con la armada de Inglaterra tras su regreso del asedio a Cartagena un año atrás. ―Recordarlo le provocó un jadeo―. El enfrentamiento duró tres meses. Los barcos iban y venían, los piratas estaban alebrestados, los guardacostas abordaban las naves a la más mínima sospecha... ―De pronto sintió que le pesaba la lengua. No había comprendido cuánto pesó llevaba en los hombros desde aquella batalla―. Vi tantas barbaridades que harían sentirse enfermo a cualquiera, le provoqué la muerte a muchos hombres... Cuando el conflicto culminó y España aseguró Cartagena, comprendí que ya no tenía estómago para más atrocidades. Mi proeza más grande ha sido sobrevivir tantos años en un mundo tan conflictivo como el mío, pero hasta al soldado más resoluto le puede flaquear la fortaleza, y ya no sé cuanta más me quede a mí.

El arribo del corsario (Valle de Lagos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora