Capítulo siete.

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Tras el ataque a Cartagena de Indias a finales de mayo del año pasado, la Isla Tierra Bomba había perdido el Castillo de San Luis que, en conjunto con el Fuerte San José, controlaba la entrada al canal de Bocachica, y desde el alcázar de la Domari...

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Tras el ataque a Cartagena de Indias a finales de mayo del año pasado, la Isla Tierra Bomba había perdido el Castillo de San Luis que, en conjunto con el Fuerte San José, controlaba la entrada al canal de Bocachica, y desde el alcázar de la Domarina, Sebastián observó con asombro los remanentes de las baterías tras las murallas.

Sebastián terminó de atar el cabo en la clavija del portacabillas, jadeante y extenuado por las largas horas de trabajo. Levantó la mirada y se aseguró de que los compañeros en el palo trinquete terminaran de asegurar las velas. El viento los sacudió, rugiéndoles en los oídos. Las órdenes gritadas se perdieron por la intromisión de la ráfaga marina, impregnada con el olor de la sal del mar. Balanceándose sobre la verga de cruz, un par de hombres ajustaron el último cabo. Tras finalizar la tarea, maniobraron sobre el palo para alcanzar la escalera de cuerda y descender.

―¿En qué estado está el trinquete? ―le preguntó a Rómulo de pie junto a él.

Entornando las manos alrededor de la boca, el escribano gritó la pregunta hacia la cofa, desde donde el vigilante respondió que podría soportar un último impulso de viento hacia la bahía.

―¡Baja de ahí y ayuda a los demás a soportar el palo! ―gritó Sebastián hacia la cofa, soltando el cabo. Frotó ambas manos contra el pantalón, y al observárselas las descubrió rojas por la fuerza ejercida con la cuerda―. Aunque es probable que el resto de los hombres se desplomen antes que el trinquete.

El agotamiento cayó sobre él al iniciar la caminata por cubierta, observando el esfuerzo de los cuatro hombres que, tirando de las gruesas cuerdas, mantenían firme el tambaleante trinquete. No habían podido descansar bien en más de cuarenta y ocho horas, cuando en medio de la noche los sorprendió el mar picado y un viento como de tormenta, sacudiendo el barco como si tuviese la intención de alargar una mano invisible y arrastrarlos hasta el fondo del océano. La tarea de recoger las velas, amarrar los barriles y asegurar los cañones casi tuvo por resultado dos hombres caídos por la borda. A otro una cuerda suelta volando por los aires le propinó un latigazo en el rostro, y al más desventurado una bola de cañón le aplastó el pie. En medio de la tempestad, la tripulación ahogó un grito al escuchar el crujido de la madera del trinquete. Sobrepasada la impresión, lo aseguraron con cuerdas gruesas. Fue necesario un cambio constante de hombres para mantenerlas firmes.

―Parece un barco de la Armada ―observó Rómulo, señalando hacia la proa con la barbilla.

Sebastián vislumbró a lo lejos el navío de línea, un barco de tres puentes y tres palos, que custodiaba la entrada de Bocagrande en conjunto con un convoy de galeras y buques de aviso. Se llevó las manos a la cintura y suspiró al cielo.

―¿Puedes ir por los documentos? Este barco no soportará más retrasos.

Para su buena fortuna, el navío les permitió la entrada hacia la bahía interior, y una vez que lograron anclar cerca del puerto, la guardia los abordó. Un hombre de altura tan prominente como su barba, a la que el gris comenzaba a apoderarse, recorrió la distancia entre el muelle y el barco en un pequeño bote remado por un hombre negro, y le exigió los documentos que evidenciaban su posición como mercante de la flota.

El arribo del corsario (Valle de Lagos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora