Capítulo dieciséis.

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La primera vez que escapó de casa, Sofía medía lo mismo que Barlovento, la mula favorita de Sebastián

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La primera vez que escapó de casa, Sofía medía lo mismo que Barlovento, la mula favorita de Sebastián. Era temperamental, pequeña, y con una barriga prominente ―no ella, la mula―, pero por suerte siempre supo cómo usar su tamaño y mente ágil ―no la mula, ella―, así que conseguía escabullirse por el canal entre dos muros, que quedó a medio construir, sin ser vista.

Recorría el camino labrado con una pica por el que andaban los trabajadores al alba para iniciar sus labores. A trompicones, sosteniéndose del muro de fortaleza cuestionable, bajaba la vereda que colindaba con la propiedad y caminaba poco más de un cuarto de hora hasta el camino principal. Se internaba por los campos, acostumbraba a acortar el camino de tres cuartos de hora a la mitad, y se detenía a descansar al llegar el gran roble en la cima de la colina cercana a la Hacienda Monte Alto. El descenso tomaba menos de diez minutos, y tras avanzar cinco minutos más por la senda cubierta de árboles, se encontraba el lago más pequeño del pueblo.

El viaje siendo adulta le tomó un poco más, tal vez porque su ánimo le impedía echarse a correr como hacía cuando era más joven. Quería disfrutar la tranquilidad del campo, el recorrido a solas sin las constantes visitas de su madre a su habitación o los cuestionamientos de su padre, asegurándose de que no hubiese abandonado la propiedad sin seguridad. Le pesó un instante la comprensión de lo que le esperaría a volver a casa. Moviendo la cabeza, decidió que esa contrariedad no le arrebataría el ánimo.

Desde la mañana al abrir los ojos, observó a través de la ventana que sería un día espléndido. Ningún otro amanecer brillaba como aquel en un pueblo al que siempre percibió tan lleno de grises. Tan limpio estaba el cielo que no había rastros de blanco, solo un sólido tono azul. La sacudida tremenda a los arbustos remarcó la comprensión del viento aparatoso que compensaría la efusividad del astro. El dulce aroma de las flores se las ingenió para colarse hasta su habitación, y fue cuando lo supo. No podía quedarse encerrada en casa todo el día.

Haber concretado la huida acentuó una merecida sonrisa en su rostro que ni el haberse atorado la falda en los arbustos pudo minimizar. Llevaba botas para que le disminuyeran dificultades al avanzar a través de la maleza. Por entremedio de la vegetación observó los chapoteos del agua en movimiento. Las comisuras se le estiraron tanto que se le levantaron los pómulos.

El azote iracundo de los cascos de un caballo la devolvieron detrás de los arbustos.

El animal alazán inclinó la cabeza hacia el agua, relinchando a modo de protesta por la carcajada del jinete. Azotó la pata derecha delantera contra las rocas y se sacudió.

―¿Qué te hace pensar que me gusta bañarme más que a ti? ¿Solo por la desgracia de verme usar estas ropas? Deja de ser tan obstinado que para eso estoy yo.

Le habrían tenido que arrancar los oídos para no reconocer la inolvidable voz del anticristo que parecía arropada por un ademán divertido. Pero, ¿qué hacía allí? ¿Acaso la vida se empeñaba en juntarlos hasta en el lugar más remoto? Sofía no lo supo de inmediato, pero intuyó que intentaba bañar al caballo. El animal lo cubría por completo, e incluso así fue capaz de ver sus piernas, haciendo parecer que el semental tenía seis patas en lugar de cuatro. Una carcajada se le escapó, pero se las ingenió para silenciarla al presionar la boca con ambas manos.

El arribo del corsario (Valle de Lagos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora