Capítulo 3

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SEIS AÑOS ANTES

Marian está recostada al pecho de Arturo, bebiéndose una copa de vino y riendo de las bromas que cuenta. La primera Noche Vieja que pasan juntos, como recién casados, está siendo sumamente romántica. No existe sensación más satisfactoria para Marian que escuchar el latir del corazón de su amado, mientras ella va embriagándose en el aroma a madera y narcisos que desprende la colonia masculina.

Arturo frena una carcajada y arruga su nariz.

-¿Has sacado el pavo del horno? -pregunta.

El semblante de Marian cambia de divertido a alterado. Se levanta del sofá en el que ambos reían segundos antes y corre hacia la cocina. Busca con la mirada el guante de tela, lo coloca en su mano derecha y se aproxima al horno. Por fortuna abre a tiempo el electrodoméstico y sostiene la bandeja con fuerzas hasta dejarla apoyada en la encimera de granito. En el umbral, sosteniendo su copa casi vacía, está Arturo. Él sonríe y niega varias veces.

-Por poco no cenamos -apunta burlón.

-Huele de maravilla, ¿no crees? -dice Marian, atrapando un cuchillo y un tenedor. Corta una lonja de la carne y antes de llevarla a su boca, añade-. Esperemos que sepa igual de bien.

-También quiero probar -exige Arturo, acercándose a su esposa y dejando la copa a un lado de la bandeja para acariciar con sus manos la estrecha cintura de Marian-. Está...delicioso -pronuncia cuando saborea su bocado.

Colocan dos platos sobre la isla y buscan una nueva botella de vino tinto, porque la anterior se ha terminado. Toman asiento en las banquetas de madera y se acomodan para cenar.

Se aman, ambos lo saben con solo mirarse a los ojos.

No existen en el mundo dos personas tan opuestas y similares a la vez.

La mirada de Marian se centra en las cajas, todavía sin desempacar, que han dejado los de la mudanza. Trasladarse a Escamez fue idea de Arturo, aunque a ella no le pareció mal del todo. La casa de sus suegros ha estado deshabitada por más de una década y a pesar de los gastos en las reparaciones vale la pena vivir en ella. Tres dormitorios en la segunda planta, dos cuartos de baño para alucinar y una espaciosa biblioteca que Arturo podrá utilizar como estudio. La cocina está abierta al salón, característica que a Marian le fascina. Pero su lugar preferido es, sin dudas, el jardín.

Sí, mudarse a Escamez fue una buena decisión. «Estaremos alejados de la ciudad y sus ruidos, disfrutaremos del paraíso natural que nos ofrece el bosque, Arturo podrá encontrar inspiración para dibujar sus absorbentes paisajes o escribir sus historias de terror y yo he conseguido un trabajo en la Comisaría de Escamez, donde la tasa de incidentes es sumamente baja» enumera la voz interior de Marian.

-¿En qué piensas, cariño?

-¡Hagamos un brindis! -propone la joven alzando su copa. Arturo la imita, con una expresión en su rostro que se debate entre la confusión y la alegría.

-¿Y se puede saber por qué brindaremos, señora Dubois? -pregunta el esposo con voz melosa.

-Por ti, por mí, por nuestro futuro juntos y porque pasemos una vida entera en este sitio maravilloso.

-Salud -anuncia Arturo. Chocan sus copas, prueban la bebida, unen sus frentes, pero antes de que puedan unir sus labios escuchan un llanto desesperado.

Marian frunce el ceño y avanza a paso veloz hasta el inmenso ventanal del salón principal. Corre las cortinas hacia ambos lados y tiene que entrecerrar los ojos para percibir con nitidez lo que está sucediendo en el jardín de su nueva casa. El mismo jardín que terminó de decorar esta mañana para las fiestas.

-¡Oh Dios mío! -grita, y su voz consigue alarmar tanto a Arturo como a la persona que segundos antes depositó una canasta de mimbre a metros de la entrada-. Hay alguien afuera -le avisa a su esposo.

Los llantos se intensifican cuando abren la puerta. Marian se aproxima a revisar la canasta que han abandonado sobre el manto de nieve, al mismo tiempo en que Arturo persigue al intruso. La joven se sorprende, sus ojos se abren de par en par y la respiración se le paraliza. Un bebé. Han dejado un bebé a la intemperie.

-¡Cielos! -susurra Marian, atrapando en brazos al pequeño e intentando abrigarlo con su suéter. Las manos de Marian tiemblan, y no precisamente de frío. Mira a sus alrededores. Las luces parpadeantes con las que adornó los pinos del jardín, sumadas a las copas de vino que ha bebido, comienzan a marearla-. Lucas -lee en el gorrito de lana que cubre la cabecita de aquella criatura-. ¡Arturo! ¡Arturo! -llama a su esposo, encontrándose todavía con las rodillas aplastando la nieve.

Un sonido contundente hace eco en mitad del silencio. Marian enmudece. Traga en seco. Parpadea absorta. Sabe de sobra que lo que ha escuchado ha sido un disparo. El miedo se apodera de su piel, se le erizan los vellos, los nervios ponen su estabilidad en jaque mate y aceleran sus pulsaciones.

Entonces Arturo aparece frente a ella.

Da pasos lentos y torpes. Lleva una mano apoyada en su pecho, simulando el gesto de quien acaba de recibir un susto de muerte.

Marian sigue con su mirada la gota que impacta en el suelo, luego otra, y otra. Tiene la vista nublada pero alcanza a notar que la nieve alrededor de los zapatos de su esposo se ha teñido de rojo. Alza el mentón y sus ojos se cristalizan. La mano de Arturo también se ha manchado de ese color y de sus labios desciende un hilo de sangre.

-No, no, no -murmura Marian justo cuando el cuerpo de su esposo se desvanece. Deja al bebé en la canasta y corre histérica hacia donde yace el hombre-. ¡Ayuda! -grita-, no cierres los ojos cariño, no lo hagas por favor -suplica sosteniendo la cabeza de Arturo en su regazo.

-La...labio. Cica...triz en el la...bio -balbucea a su esposa, escupiendo el líquido viscoso en el intento. El hombre abre su mano y le entrega a Marian la única huella que ha dejado su asesino. Un pequeño búho tallado en madera.

Arturo cierra los ojos, lentamente.

Respira por última vez.

Marian Dubois grita desconsolada. Las lágrimas emanan como una cascada. El sonido de unas sirenas se oye a sus espaldas. Los vecinos más cercanos escucharon el disparo y llamaron a los oficiales. En medio de tanta confusión, alguien alza a Marian del suelo y la separa del cuerpo inerte de su esposo. Le hablan, le hacen preguntas. Sin embargo la joven Dubois permanece ida de la realidad. Su labio inferior tembloroso, sus pupilas perdidas en un universo paralelo, sus mejillas húmedas; todo su rostro preocupa a los oficiales.

El paramédico se acerca a Arturo, comprueba los signos vitales, comparte una mirada con su compañero y niega.

-Está muerto -murmura en voz baja.

Pero Marian ha sido capaz de leer sus labios.


Las risas de Escamez TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora