Capítulo 2

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Marian Dubois ha pasado cuatro noches en vela.

Son las pesadillas, que están de regreso. Las mismas de siempre.

Marian despierta agitada, con una capa de sudor cubriendo su frente. Siente el palpitar del corazón haciendo eco en sus oídos. Tiene las pestañas húmedas, y casi por instinto lleva los costados de sus dedos al borde del párpado inferior. Sabe que ha llorado y, también, que todo está yendo a peores.

Basta con cerrar los ojos para ver otra vez la silueta. No distingue rasgos ni identidad, solo la silueta y al fondo las luces parpadeantes de las guirnaldas navideñas. Quizás, si esos sueños no estuviesen relacionados con su pasado, no serían tan martirizantes.

Marian mira la almohada con pena. La sensación de tener el pecho apretado confirma que tan solo con apoyar la cabeza sobre ella, continuarán repitiéndose las pesadillas una y otra vez. Se remueve encima del colchón, deshaciéndose por completo del edredón que cubría su cuerpo, y estira los brazos para desperezarse. No tiene intenciones de regresar a la cama ni aunque esté muriendo de cansancio.

Marian introduce sus pies en las pantuflas acolchadas que compró hace pocos días en el centro comercial del pueblo. Esas que cuestan más de lo que valen por llevar dos pompones felpudos y estar en el mostrador de los artículos navideños -justo cuando faltan tres días para Navidad-.

Restriega sus ojos y avanza hasta el cuarto de baño. El espejo le devuelve la imagen de un semblante alicaído y deshecho, nada justo para sus veintisiete años. Enjuaga su rostro mojando en el acto algunos mechones que se han escapado de su coleta. Demora varios segundos antes de deslizar el dentífrico sobre el cepillo y lavar sus dientes. Marian toma una toalla, seca sus labios y comienza a prestarle atención al cabello. Cenizo y rizado. Desenreda los nudos, divide su melena en tres porciones casi proporcionales y luego teje una trenza con ellas.

Aceptable. Su apariencia ahora es aceptable aunque sus ojos verdosos -comúnmente avispados y vivaces- continúan mostrándose rendidos al pesar.

Marian bosteza varias veces.

Se dirige a la cocina con la intención de prepararse una taza de café y con el pensamiento de que la bebida conseguirá calmar su ansiedad. Enciende la tercera hornilla de la cocina de gas. Busca la tetera para hervir el agua, la llena debajo del grifo y la ubica encima de las llamas. Descansa su cintura en la isla de granito. Cruza los pies a la altura de los talones y los brazos por debajo de sus senos. Tres minutos después envuelve en sus manos la taza que contiene la humeante bebida. Da sorbos lentos y los intercala con soplidos para templar el café. Mientras más vacía queda la taza, más colmada de energías se siente la joven Dubois.

Pero esa extraña excitación nerviosa sigue latente.

Marian atraviesa el vestíbulo. Pretende sentarse en el sofá, encender la lámpara de pie y leerse uno de los libros de crímenes que reposan en la mesa de centro. Matar el tiempo leyendo -a la vez que estudia las mentes más repudiadas de asesinos reales- forma parte de la rutina de la joven. Ocho pasos ha dado. Ni siquiera llega a acomodarse entre los cojines cuando unos insistentes golpeteos en la puerta interrumpen su plan. Pega un brinco, frunce el ceño y avanza a pasos veloces hasta la mirilla. Reconoce el rostro que espera impaciente del otro lado. Esos cabellos rubios, lacios y perfectamente engominados, la nariz romana y el lunar en la mejilla pertenecen a su amigo. Mauro Espinosa.

Marian acciona el interruptor de la luz y con prisa abre la puerta.

-¿Mauro? -inquiere alarmada, intentando estirar la blusa del pijama para tapar su ombligo-. ¿Qué sucede?

-¿Tienes el teléfono apagado?

-Yo...sí -responde un poco perdida-, me quedé sin batería y olvidé ponerlo a cargar. Pero, ¿qué haces aquí a estas horas? -pregunta volteando su mirada al reloj de pared. Son apenas las tres y dos minutos.

-Será mejor que te vistas. Hemos encontrado un cuerpo a orillas del río.

-¿Es una broma? Porque, créeme, no estoy de humor -regaña. El hombre se mantiene serio, impávido, en un gesto que activa las alarmas de Marian-. ¿Un cuerpo...en Escamez? -pregunta mezclando preocupación y titubeo.

-El primero en años.

-¡Mierda! -exclama.

Dubois corre hacia su habitación. Toma del closet el primer pantalón vaquero que encuentra e introduce las piernas en él. Hace malabares para anudarse los cordones de las botas al mismo tiempo en que pasa sus brazos por dentro de una blusa blanca de algodón. Atrapa una cazadora y con el zipper del pantalón aún sin cerrar llega hasta donde Mauro la espera.

-Lo repetiré solo porque conozco tus trucos. ¡Si esta es una de tus bromas, juro que te colgaré de los...

-Confía en mí -interrumpe Mauro antes de que su compañera pronuncie la palabrota que tanto utiliza-, esta vez no estoy bromeando.

Mauro se acomoda en el asiento del conductor, con Dubois a su lado, y gira la llave para encender el motor. Conduce casi al límite de velocidad por la carretera que atraviesa el bosque de Escamez. Es el sitio preferido por las familias del pueblo para pasar los fines de semana, el mismo sitio en el que suelen reunirse los cazadores a mediados de Mayo, y el lugar al que muchos, por no decir la mayoría de los pobladores, le atribuyen los más terroríficos mitos y leyendas.

En el kilómetro treinta y ocho Marian alcanza a ver las primeras luces de las patrullas. El amanecer está pronto a llegar, los primeros destellos del sol se asoman a las seis, y ya son las cuatro y media.

-El jefe ha llegado -susurra Mauro, señalando con el mentón la camioneta de Hidalgo, el Comisario de Escamez. Marian dirige su mirada hacia el vehículo y, cruzando los dedos, añade.

-Esperemos que esté de buen humor.

En cuanto Dubois pone un pie fuera del auto, una briza propia del invierno eriza sus vellos. El sonido de la corriente del agua se escucha con claridad. Marian respira profundo y se encamina a donde el resto de los oficiales están reunidos. Todos parecen estar sobrecogidos, pero ella aún desconoce el porqué. Para llegar desde la carretera hasta orillas del río es necesario bajar una pendiente inclinada. Con sumo cuidado, la joven desciende. Esquiva las ramas secas, los montículos de hojas marchitas y las raíces que sobresalen del suelo. Huele a humedad, y a pánico. Sí, huele a eso y más.

El terreno se vuelve rocoso. Hidalgo está de espaldas, algunos metros más adelante. Marian se aproxima a él seguida por Mauro, cuidando sus pasos para no resbalar. El jefe voltea sobre sus talones y deja a la vista el cuerpo que ha causado tanta controversia en los últimos minutos. Dubois entrecierra los ojos y entonces entiende todo: la conmoción de sus compañeros, el aura del lugar, la desgracia que ha sucedido en Escamez. Tras las palmas de sus manos esconde la inmensa O que forman sus labios.

-Lo hemos encontrado -susurra Hidalgo con la voz cuajada, como si cientos de navajas desgarrasen su garganta al pronunciar tales palabras.

Marian da tres pasos y observa atónita la cruel escena. De manos y pies atados, completamente desnudo, con marcas de látigos por todo el cuerpo, se halla el cadáver que provoca polémica entre los oficiales.

-Es...-tartamudea Dubois-, es... -no logra terminar la oración.

Hidalgo se mueve a la derecha y aparece ante los ojos de Marian la cabeza decapitada del pequeño. Ella intenta contener las arcadas. Sostiene su vientre con una mano y lleva la otra a su boca. Palidece por segundos. Se le hiela la nuca, como si alguien acabase de soplar todo el aire del invierno sobre la zona. Niega y siente que las piernas le fallarán de un momento a otro.

-Lo siento -murmura Hidalgo masajeando su frente con consternación.

-Lu...Lucas -es lo último que pronuncia Marian Dubois antes de desvanecerse.


Las risas de Escamez TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora