Barniz.
He tallado la tercera pieza de madera, pero me he quedado sin barniz.
Hace frío.
Ir al mercado del pueblo es una opción que descarto. Después de tanto tiempo escondido, no puedo arriesgarme a que alguien note mi presencia. Aun así, necesito terminar de una vez el búho. Porque el tiempo me está pisando los talones.
-¿Qué hago? ¿Qué hago?
Mi padre. La última vez que estuve en el taller de carpintería -el mismo en el que él trabajaba- quedaban al menos dos latas a rebosar de ese esmalte.
Está a punto de oscurecer. Sigue nevando. A estas horas todos se mantienen en casa.
Debo darme prisa. Mi madre guarda la llave de la carpintería debajo del jarrón de porcelana. Quizás esté cenando y en pocas horas se irá a la cama. Si no llego antes de que eso ocurra, me quedaré sin barnizar el ave de madera.
Hace frío.
Mis dedos se hielan en cuanto pongo un pie fuera del nido. Cubro mis manos con un par de guantes. Escondo mi nariz y mi boca detrás de una gruesa bufanda que todavía lleva el olor de Julie. Ato otra vez los cordones de mis botas. Dejo escapar un suspiro.
No he estado tan nervioso desde que recibí aquella invitación de Arturo.
Infierno Chico se leía en la elegante cartulina. El desgraciado de Dubois había escrito un libro y estaba disfrutando de la fama concedida por su talento. Porque el maldito tenía talento tanto para ser artista como para ser un canalla. Fue ese viernes, pasada la media noche, que arribé a la ciudad acompañado de mi esposa. Julie Velle a esas alturas aún era mi esposa.
Hace frío.
Recuerdo que conduje por más de siete horas, y solo nos detuvimos una vez, en una de las gasolineras que quedan a un costado de la interestatal, porque Julie necesitaba retocar el maquillaje antes de llegar a la ciudad. He de confesar que ella estaba mucho más emocionada que yo por asistir. Ansiaba el reencuentro hasta por los poros. Yo quise hacerme el fuerte. Me negué en un principio, pero terminé dejándome convencer por su sonrisa. Lo vi todo desde el ángulo positivo. Iría a esa galería y le restregaría en la cara al maldito Dubois que al final, con cicatriz incluida, yo había sido el único dueño de la francesita.
La ciudad es bulliciosa. No me agrada, en aquel entonces tampoco me agradó.
Fue la primera vez que me puse un esmoquin en mi vida. Galería de Arte, leí en la fachada del edificio. Luego de que verificasen nuestras invitaciones, atrapé la mano de Julie, entrelacé nuestros dedos y erguí los hombros.
Habíamos caminado cuatro pasos, solo cuatro, cuando comencé a notar que todos se le quedaban mirando. Mi entonces esposa contoneaba sus caderas, permitiendo que la abertura de su largo vestido amatista dejase a vista de todos más piel de la necesaria. Así era Julie, coqueta y promiscua por naturaleza.
-¡Eh, chicos! -nos saludó Joaquín-. No sabía que también vendríais.
-Una invitación como esta es difícil de rechazar -aseguró mi acompañante-. Y bien, ¿dónde está el artista?
-Justo ahí -señaló, y tanto Julie como yo volteamos a la dirección que indicaba.
-¿Es su pareja? -pregunté al percibir que Dubois se mostraba cercano a una mujer esbelta y de figura magnífica. Un poco más joven, eso sí. Pero su postura denotaba madurez y fortaleza.
ESTÁS LEYENDO
Las risas de Escamez TERMINADA
Mystère / ThrillerMarian Dubois no puede dormir. Las extrañas pesadillas están de regreso y le provocan insomnios. Justo cuando faltan pocas horas para que todos celebren la Navidad, el descubrimiento de un cuerpo mutilado a orillas del río destruye los planes. Ha...