La madera debe ser apreciada.
Debes acariciar cada pieza como si la sintieses parte de ti, como si fuese un cuerpo desnudo.
Mis manos están ásperas de tanto lavarlas con lejía. Por eso, antes de acercarme y entregar mi mente a tallar la madera, las empolvo con talco. No hago más que búhos, y cualquiera que irrumpiese en este refugio pensaría que tengo predilección por esas aves. Pero no.
Los odio tanto como a las risas.
Y el odio por ambos empezó aquella noche.
La excursión al bosque la planificamos a escondidas, pasándonos notas en la clase del señor Montalvo. Arturo, Joaquín y Pierre ocupaban los últimos puestos del salón, yo fui más de prestar atención en la primera fila. Escamez era un pueblo pequeño, de pocos habitantes. No ha cambiado mucho. Solo que en aquel entonces, sin apenas visitas de turistas, ningún forastero pasaba inadvertido. Por eso cuando los señores Velle se mudaron a una de las villas e inscribieron a Julie en nuestro colegio, todos nos propusimos conquistar a la bella francesita. Y la idea que se nos ocurrió fue demostrarle que no teníamos miedo de adentrarnos en el bosque.
Sorprendentemente ella aceptó acompañarnos. Recuerdo sus mejillas sonrojadas y los rizos anaranjados meciéndose en el aire al asentir. Julie Velle me enamoró. Julie Velle era la chica más valiente que había conocido hasta entonces.
Como si la idea de que cinco adolescentes escapasen de casa a media noche y caminaran entre la maleza no fuese por sí misma una locura, Arturo prometió que se robaría una de las botellas de coñac que el señor Dubois escondía en el minibar de su despacho. Y lo hizo.
Esperé con ansias a que la roca chocara contra el marco de mi ventana.
No encendí las luces para que mi madre no despertase y cuidando que las suelas de mis botas no resbalaran por el alero, respiré profundo y me dejé caer.
Pierre vestía el abrigo más caro que tenía, lo supe porque aún conservaba la etiqueta de compra. Joaquín había vaciado el frasco de perfume de su padre -el señor Alcalde- encima, y dejaba una huella de olor por el camino. Arturo llevaba escondida la botella dentro de su cazadora y tenía el aspecto de quien se ha fumado un porro sin dormir la moña.
Todos querían impresionarla.
Yo igual, a pesar de no haberme arreglado para Julie Velle.
Lo que ocurrió esa noche no fue solo culpa del destino, también de mi adoración por ella.
Habíamos dejado atrás el río y nos adentrábamos en terreno peligroso. Las arañas, las víboras, los lobos. Cualquier animal salvaje podía atacarnos si lo deseaba. Nos sentamos en unos troncos, haciendo un círculo, y pusimos todas las linternas en medio de nosotros. Queríamos probar que tan machos alfa éramos, así que en cuanto Arturo propuso trago o reto, no me negué a jugar.
-Reto -contesté cuando llegó mi turno, simplemente porque mi cuerpo no iba a soportar otro trago de coñac.
-Entonces...ehm...ves ese árbol de ahí -dijo Joaquín señalando el tronco de un pino-. Tendrás que treparte en él.
-¡Oh, vamos! Es demasiado sencillo -apuntó Arturo-. Entre las ramas hay un nido, estoy seguro de que podrás traernos uno de esos huevos.
-No lo hagas -dijo Julie-, podrías caerte -aseguró sosteniendo mi brazo. Debí hacerle caso a sus palabras. Pero mi deseo de demostrar que merecía su amor fue superior al instinto de supervivencia.
-Confía en mí -le susurré convencido-, puedo hacerlo.
Me puse de pie y acorté la distancia entre el árbol y yo. Saqué las manos de los bolsillos, retiré los guantes, las froté y envolví el tronco con ellas. «Tres metros no son nada» me dije a mí mismo.
Debí hacerle caso a Julie. Debí escuchar sus palabras.
No sé si fue la adrenalina o que las botas de escalada eran geniales para trepar, solo sé que llegué a la primera rama en pocos segundos. Y había un nido, sí. Pero en vez de huevos, me encontré tres polluelos...y dos ojazos amarillos observándome, incómodos por mi intromisión.
Debí hacerle caso a Julie.
Quise gritarles a los chicos que prefería el trago de coñac antes que desafiar a la hembra búho que me amonestaba con su mirada. Fue entonces que los vi -a Julie y a Arturo- besándose. Una de mis manos se resbaló de la rama y eso puso en alerta al ave. Ululó. Abrió sus alas. Batió las plumas. Cerró su pico afilado como un abridor de castañas. Y luego, sin dudar, me atacó con sus garras.
Debí escuchar las palabras de Julie.
Pero ya era demasiado tarde.
Mi espalda impactó en el suelo. No podía mover las piernas y sentía un ardor en mis labios, como si hubiesen sido rasgados a cuchillazos. Escuché sus risas. Las escuché haciendo eco en la espesura del bosque. Todo se volvió negro y perdí la noción del tiempo. Sin embargo, en mitad de mi inconsciencia, solo alcancé a repetirme que ellos pagarían.
Incluso Julie.
Recuperarme de la caída tardó meses. Tuve escayolas en manos y pies y gané una costilla rota. Lo peor fue la cicatriz que dejó el ave en mis labios. Porque si antes de que la hembra búho me atacase no contaba con un rostro agraciado, luego de las puntadas menos. Vi la marca cada mañana al mirarme al espejo y lloré durante días. Mi padre me alentó a ser fuerte y como terapia me llevó de regreso al bosque. Él, un excelente carpintero, terminó podando el maldito pino y convirtiéndolo en aserrín.
«Lo que no te mata te hace más fuerte» me dijo.
Talvez tenía razón.
Porque aunque temo a los búhos desde entonces, irónicamente es aquí, escondido en lo profundo del bosque y adoptando su forma de vida, donde puedo protegerme de ellos y seguir tallando el ave de madera para mi próxima víctima.
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Las risas de Escamez TERMINADA
Misterio / SuspensoMarian Dubois no puede dormir. Las extrañas pesadillas están de regreso y le provocan insomnios. Justo cuando faltan pocas horas para que todos celebren la Navidad, el descubrimiento de un cuerpo mutilado a orillas del río destruye los planes. Ha...