Capítulo 13

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Traspaso la ventana.

La lamparita de medias lunas refleja figuras en el techo de la habitación.

Ella duerme. Lo sé, porque sus respiraciones son lentas, calmadas, casi inaudibles.

Elegirla no fue un hecho al azar. Los actos de venganza nunca son al azar. Tienen razones ocultas tras ellos. Algunas pesan más que otras. Yo tengo una razón ya conocida para estar aquí, a un lado de esta pequeña cama.

Toco su hombro. Le veo removerse encima del colchón, estirar sus brazos, pestañar con pausas, restregar sus ojos. Cuando comienza a desperezarse me mira ilusionada.

-¿Eres el duende de los caramelos, cierto? -pregunta.

Le pido que baje la voz y asiento como respuesta.

-Así es. ¿Cómo te llamas pequeña?

-Valeria.

-Y dime Valeria, ¿te gustaría jugar conmigo en casa? Puedo llenarte de bombones cuando lleguemos.

-¿Vives muy lejos?

-No, a pocos metros de aquí -miento.

-¿Puedo llevarme a Petunia? -suplica, atrapando entre sus manos una muñeca.

Y así, con Valeria agarrada a mi cuello, cruzo otra vez la ventana y camino hasta el bosque.

La pequeña Simon huele a talco mezclado con colonia infantil. Va tarareando una canción y confía tanto en mí que reposa su cabecita en mi hombro. Pero cuando los ruidos del bosque se escuchan en medio de la oscuridad, percibo el temblor de su cuerpo. Se asusta y empieza a desesperarse. Intento calmar su miedo y entonces grita. Cubro su boca con mis manos para que no emita ningún sonido. Sus ojos se abren temerosos. Siento las lágrimas humedeciendo la piel de mis dedos.

-Calma, no te haré daño -le susurro.

Empujo la puerta de mi refugio. Enciendo la bombilla incandescente y hago que Valeria tome asiento en la silla de madera que yo mismo fabriqué.

-Ten, un caramelo -le ofrezco. Niega y dobla sus rodillas para esconder el rostro tras ellas.

Mejor así.

Paso horas mirándola. Interpretando sus gestos, reconociendo en ella los detalles que heredó de Pierre. No pronuncia ni una sola palabra y, al parecer, su corta edad no le alcanza para comprender la gravedad de la situación.

Valeria es más dócil que Lucas. Quizás por ser una niña.

Algunos mechones de cabello se le han escapado de la trenza y cada medio minuto pasa las palmas de sus manos por debajo de sus ojos, lo que me permite comprender que está llorando. Muy bajito para que yo no la escuche.

-¿Quieres jugar?

-No -contesta con firmeza.

La sensación de déjà vu me estremece.

Su padre también se negaba a jugar conmigo cuando salíamos al recreo en el colegio. Decía que mis manos eran demasiado torpes para atrapar la pelota. Se reía de mí. Pierre se reía de mí. Lo hizo en el colegio, lo hizo al caerme de aquel pino, lo hizo en la exposición de arte cuando la copa de Julie empapó mi traje.

Y ahora pretende hacerlo su hija.

Debo encargarme de ella, pero la última capa de barniz que le he dado al ave de madera aún no se ha secado.

No quiero que se estropee la figura.

Tendré que esperar un poco más.

-Juguemos -le ordeno. Ella vuelve a negar, incitando mi ira y haciendo que exploten mis nervios-. Valeria, Valeria, Valeria -gruño enojado-. No quería hacer esto, pero te lo has ganado.


Las risas de Escamez TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora