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Nueve de la mañana. Ese día, el sol estaba particularmente más brillante como para tratarse de mediados de invierno. No había ninguna nube gris surcando por el cielo o alguna espesa neblina, el día estaba tan luminoso que incluso se podían escuchar a un par de pájaros revoloteando entre los árboles, sin mencionar que la señora Kim ya estaba en el pórtico de su casa tomando el té de cada mañana.

Yoongi, quien se despertó un poco más tarde de lo usual, también salió a su patio y miró a los lados por si encontraba a la persona que lo había despertado con un grito que anunciaba la venta de quién sabe qué. Había tratado de ignorarlo y descansar un poco después de su noche de insomnio, pero, apenas y escuchó al vendedor, supo que ya no podría soñar más.

Así que salió a su patio para desperezarse, tratando de que el sol no cayera directo sobre su cara, pero, tan bueno como era evitando todo lo que le hacía daño, no hizo otra cosa mejor que cerrar los ojos y quedarse parado justo donde estaba, en medio de su jardín, con la frente en alto y sintiendo la cegadora luz detrás de los párpados.

La señora Kim, desde su lugar, le lanzó un saludo malhumorado que Yoongi respondió con un movimiento de cabeza, girándose también para verla. Al parecer, ambos debían de cortar el césped de sus jardines porque, al menos a él, ya le llegaba por la mitad de la rodilla. Lo anotó mentalmente para hacerlo más tarde. Era su día libre y, como todos sus compañeros de trabajo le decían, "debía de descansar para soportar la tortura de la semana en la universidad", aunque, ciertamente, él no lo veía como una tortura.

Ser docente era algo práctico para él. Había conseguido la plaza unos dos años atrás cuando aplicó para profesor de historia. El lugar estaba cerca de su casa y tenía muchas ventajas. El pago era más o menos bueno, tenía vacaciones cada cierto tiempo, seguro de vida y prestaciones; sus alumnos eran chicos decentes que parecían apreciar su clase y sus compañeros no se metían mucho en sus asuntos.

Por lo que la gente decía, había tenido mucha suerte. El profesor "más joven" de su área. Él hubiese reído ante la idea si tan sólo le pareciera chistoso el asunto, pero reírse no era algo que hiciera con frecuencia. Él no era joven en absoluto; en marzo de ese año iba por los ciento veintinueve años, si su memoria no le fallaba. Su rostro no tenía arrugas y su vitalidad era envidiable, pero no se debía a ninguna bendición; era, de hecho, todo lo contrario.

Ya que lo pensaba, justo ese día era su aniversario como vampiro. Por aquel tiempo, cuando era un humano común, había hecho mucho frío, tanto como para morirse congelado, lo que, curiosamente, le terminó pasando a él. Se congeló en el tiempo.

Él se consideraba a sí mismo casi como eso que en la modernidad llaman "zombie". Ni siquiera sabía porque seguía moviéndose o pensando con racionalidad, pero ahí estaba. Existiendo como cualquiera otra persona. Tenía una bonita casa con un pequeño jardín lleno de flores, hacía las compras cada fin de semana, trabajaba de lunes a viernes y hasta pagaba impuestos.

No tenía algo significativamente distinto a los demás, salvo, por supuesto, beber sangre. Ser vampiro todavía era algo oculto para el mundo, a pesar de que la sociedad hablara de ellos todo el tiempo en cuentos, novelas o películas. Él mismo había investigado al respecto y lo que descubrió fue que quedaban muy pocos. ¿Tal vez unos cien? ¿Menos? Nadie sabía cómo, pero los suyos desaparecían sin razón aparente. Ni el sol, ni el ajo, las estacas o el agua bendita les hacía daño.

Habló con uno de los suyos cincuenta años atrás, cuando todavía buscaba respuestas a su condición. Había sido una mujer con apariencia de niña de ocho años, de caireles castaños y mirada gélida que lo invitó a su casa a tomar el té. Ella le había dicho que su gente estaba desapareciendo, que tuviera cuidado de los humanos y que no revelara jamás el secreto.

Tibio [my + pj]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora