CAPÍTULO VEINTICUATRO

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HISTORIAS QUE MERECEN SER CONTADAS



Los erráticos latidos de mi corazón comienzan lentamente a apaciguarse, tan lentamente que siento que en cualquier momento voy a escupirlo. Y en ese preciso momento, soy consciente de la cacofonía de gemidos que hay en la cama sobre la que acabo de follar.

Mis ojos se dirigen a Pierce, —que todavía está duro y enterrado dentro de mí—. Tiene la vista clavada en los dos sujetos detrás de nosotros. Segundos después su mirada baja hacia la mía. No dice una palabra, solo me mira, detallando mi boca, lo que provoca que me moje los labios.

Deja un casto beso en los labios y sale de mí, dejando una más que conocida ausencia. Se levanta y se guarda la polla en el bóxer rápidamente mientras me acomodo el vestido.

Mi estómago da un vuelco mortal cuando me toma de la mano, me ayuda a ponerme de pie y me pasa el brazo alrededor de la cintura.

—Andando —me susurra al oído.

Salimos de la habitación dejando atrás a la pareja todavía follando y Pierce me dirige por el pasillo para llegar a una puerta, donde entramos sin picar. Nos adentramos en un espacioso baño, las baldosas son de un impoluto azul marino, con una moderna bañera en una esquina, un retrete y un gran lavabo.

—Siéntate —ordena.

Por primera vez, obedezco, primero porque sigo un poco impactada y aturdida, y segundo porque el polvo que acaba de echarme Pierce me ha dejado agotada. Se saca la polla, todavía envuelta en el preservativo y se deshace del condón para acto seguido guardarla en el interior del bóxer, —sin abrocharse los botones—.

Coge una toalla pequeña y la moja un poco con agua.

—Abre —pide, girándose en mi dirección.

—Disculpa, ¿qué? —inquiero, sorprendida.

Pierce me mantiene la mirada antes de lanzarme esa sonrisa torcida que me vuelve loca. Deja la toalla en el lavabo para acto seguido tomarme de la cintura y ladear mi cuerpo hacia delante.

Ahogo un gemido cuando me abre las piernas con sus fuertes manos.

—¿Qué demonios...? —jadeo, intentando cerrar las piernas.

—Quieta, Minerva —ordena Pierce, amenazante.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto en un susurro.

—Cuidando de ti. —Es todo lo que responde.

Toma la toalla húmeda y la pasa por ahí, ¿sabéis bien dónde? La pasa por ahí, por mi chocho...

«Pierce, ¿qué demonios?»

Quiero decirle que se detenga, pero cuando la pasa por mi zona sensible, me quedo muy quieta. El toque de la toalla húmeda me hace pegar un saltito, primero a causa de la impresión y después porque siento un leve ardor.

Sin embargo, mientras Pierce pasa la toalla, limpiando los restos de mis fluidos, —no me pregunten porque—, la mano de la muchacha gritando detrás de mí mientras se la follaban viene a mi mente, así como también la manera en la que Pierce me folló... Y sin siquiera pretenderlo, vuelvo a excitarme.

Joder, ¿qué está mal conmigo?

Pierce se percata de lo que está pasando, porque de repente la toalla con la que me limpiaba se concentra en mi zona de puntos nerviosos, dando ligeros toques a mi clítoris.

Pecado con sabor a chocolate [+21] ©️ LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora