14. Atenea

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No sabía a donde ir, ¿qué haría ahora que se había marchado de aquel lúgubre lugar?

No podía simplemente pasear por la polis en mitad de la noche, y tampoco quería ir a la casona de Luzuriaga, así que se quedó de pie allí, observando la estatua que se erguía en mitad de aquel inmenso salón, la lumbre mostraba apenas las facciones de la diosa que, en lo personal, él más creía y a la que más adoraba, era una especie de amor y admiración extraño, pero que lo sentía con tanta fuerza que parecía helarle los huesos.

- ¿Qué debo hacer? - susurra en dirección a ella, dejándose caer de rodillas. - Si lo dejo... lo asesinarán... - continúa, con la cabeza inclinada, mantiene ambas manos sobre el pecho, tratando de controlarse, no podía echarse a llorar ahí, y ni siquiera entendía porque quería llorar, pero ahí estaba, quizás era por lo impotente que se sentía, o porque no se entendía a sí mismo, o al prisionero, o porque estaba cansado de ser el perfecto soldado que todo el mundo esperaba que fuera. - Yo no quería esto, - continúa, volviendo a mirar la estatua. - no quería cargar con este peso, y no quería ser un guerrero, mucho menos un sabio, solo... solo quiero vivir, ¿por qué a mí? ¿Por qué tuve que ser yo? ¿Por qué...? - tiene que apartar la mirada de la estatua para mascullar lo siguiente. - ¿... por qué, si nunca fui... si nunca tuve a alguien, por qué no solo me dejaste morir? - inquiere, y no sabía si aquella idea -que llegaba a su mente más recurrente de lo usual- empezaba a parecer mucho más adecuada de lo que había creído en un principio. - Solo... - susurra una vez más, mirando el rostro de la diosa. - solo... déjame mor~

- Que fría está la noche, ¿no es así? - interrumpe alguien entrando al santuario, el soldado mira a la anciana de pie a su lado, conteniendo el aliento en el pecho.

Se mantiene inclinado allí, con las manos aún sobre el pecho y el cabello negro cayendo en su frente, podía avergonzarse, pero en realidad creyó que aquella mujer había visto a un sinnúmero de personas en aquella condición, o incluso peor, porque no se inmutó en lo más mínimo.

- No debería estar aquí a estas horas. - aconseja, la mujer se arrodilla también qa su lado.

- No soy la única aquí. - responde, mirando la estatua con atención, Samuel suspira. - ¿Qué es lo que le pedías, muchacho?

Ahora sí que se siente avergonzado, y agradece que la oscuridad cubra el sonrojo que seguramente tiene, no le había parecido vergonzoso cuando lo había pedido, pero ahora sí, la muerte parecía vergonzosa frente a otras personas, Samuel se preguntó porqué era así.

- ¿Usted ha venido a pedirle algo? - inquiere el soldado, y la mujer lo mira ahora a él.

- No, no exactamente. - responde, volviendo a mirar la estatua de la diosa. - A veces solo me gusta pensar aquí, es tranquilo... casi siempre.

- Lamento molestar. - susurra Samuel, dispuesto a ponerse de pie, pero ella le pone una mano sobre el hombro.

- Tú no eres el ruidoso. - farfulla. - De hecho, creo que eres muy callado, Samuel, creo que tienes tantas cosas que decir y nunca las dices, pero es solo una idea mía, ¿verdad?

- ¿Cómo sabe mi nombre? - inquiere él, la mujer le dedica una sonrisa.

- Eres el sabio y el soldado, ¿no crees que toda Grecia ha oído de ti ya?

Los ojos violetas la miran nuevamente, y suspira, claro que era por eso, su reputación lo precedía siempre, todo el mundo tenía una idea formada de lo que él sería incluso antes de conocerlo, pero él era mucho más que un soldado, o un sabio, era una persona, que amaba leer, y que le temía a las tormentas que Zeus enviaba cada cierto tiempo, estaba asustado de Hades y amaba con locura las plazas en las que los comerciantes se reunían, pero a nadie le importaba conocer eso, y a nadie le importaría jamás.

- Tiene razón. - susurra, volviendo a inclinar la cabeza. - A veces se me olvida.

- ¿Puedo contarte un secreto? - cuestiona la mujer en voz baja, no espera una respuesta antes de continuar. - Creo que a veces los dioses se equivocan en nuestros destinos. - y los ojos del azabache se abren de par en par, temeroso, pero la mujer ríe. - Oh, por favor, no luzcas tan alterado. - pide. - Creo que a veces, ellos nos dan algo para demostrar que somos dignos de ser humanos, ¿entiendes? Para demostrar que lo que nos hace humanos es mucho más que el cuerpo mortal que nos dieron, como ayudar a quien lo necesite, o perdonar, o amar a las bestias, o, incluso, salvarle la vida a alguien, aun cuando todos crean que no se lo merece.

¿Era su idea o aquella mujer le estaba diciendo que salvara al peliblanco? Ella, que se había atrevido a decir que los dioses estaban equivocados.

Oh, dulce Atenea, ¿qué es todo esto?

El pelinegro la mira, atento, mientras ella se pone de pie, quedándose un instante junto a él, poniéndole la mano sobre la mejilla. - Samuel, mi chico, no te pediré algo que no puedes ser, - murmura, mientras el pelinegro la mira, entre confuso y encantado. - lo que te hace tan especial no proviene de mis manos, o de las de ningún otro de mis compañeros, lo que te hace especial viene de ti, de lo que eres. - continúa, sonriéndole. - Haz lo que creas correcto, como humano, no como sabio, o como guerrero, eres más especial de lo que crees, y quizás si me equivoqué... - susurra, apartando la mano de su mejilla para abrazarse a sí misma. - quizás tu destino si está allí, pero, sea lo que sea que hagas, hazlo ya, no hay tiempo.

La mirada del pelinegro se dirige a la entrada del pasillo que lo llevará a la celda del peliblanco, tan solo un instante, y para cuando vuelve su mirada a la mujer, no hay más que aire allí, así que levanta la mirada a la estatua, hay un chal violeta sobre la espada que blande, y Samuel contiene la respiración.

- Lo haré... - suspira, poniéndose de pie, tomando el chal, con gentileza e inclinando la cabeza en su dirección. - ... lo juro...

Toma una profunda respiración una vez más, quiere entrar ahí, liberar al peliblanco, y con él su destino, así que toma la espada en su cinto.

Iba a hacerlo.

old (love) greece -karmaland-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora