Uno

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Empecé a caminar hacia el edificio, mis zapatillas de tacón retumbando contra la acera. Cada paso que daba era torpe y mal calculado, como las de un cervatillo que apenas estaba aprendiendo a caminar. Crucé una calle que no tenía tantas personas y autos, una mano sostenida a mi sombrero y la otra apretando con fuerza la asa del bolso. El frío era irrespetuoso en estas épocas del año, y el viento no ayudaba a apaciguarlo.

Murmuré una maldición a nadie en particular una vez que lo vi en la entrada del museo. Primer día y ya estaba llegando tarde. Dejé de avanzar por las escaleras, soltando el agarre de mi bolso y extendiendo mi mano hacia el hombre de mala cara que traía los brazos cruzados. Logré saludarlo pese a la falta de aire en mis pulmones, lamentablemente no obtuve una respuesta amigable.

—Quince minutos tarde —observó, sus ojos oscureciéndose detrás de las gafas acomodadas en la punta de su nariz larga. Aquel era un tipo alto, de cabellos negros y rizados recogido en un moño desordenado, sus ojos dorados como los de un halcón mirando a su presa. Un hombre de aspecto aterrador con un exterior suave, delicado—, y no estás presentable.

Sentí como me sonrojaba patéticamente bajo su mirada, moví mis ojos al suelo y mordí mi labio interior. Aunque era verdad lo que decía, eso no quitaba lo pequeña que me hacía sentir. Era intimidante, por supuesto; y parecía que él lo sabía y lo usaba a su favor. Aún así, asentí alejando mi mano luego de que el saludo no fuese aceptado y me obligué a respirar de manera normal. De nuevo acomodé mi sombrero caprichoso que tentaba en caerse al suelo.

Era una mañana de agosto en la ciudad lúgubre, el cielo gris y el viento oliendo a nicotina, el frío arañando nuestras pieles.

—Lo lamento tanto, no noté la hora y no me percaté hasta ya después de-

—No importa —me interrumpió, cuando claramente importaba considerando lo juzgada que me sentía en este momento.

Él continuó hablando, presentándose como el coordinador del museo, Ciro. Eso ya lo sabía pero callé, no queriendo hundirme más de lo que ya estaba. Se dio la vuelta e hizo una rápida señal para que lo siguiera dentro del edificio mientras informaba sobre la importancia de la puntualidad y demás cosas que realmente no pude procesar del todo. Y quién me podía culpar teniendo tanto arte a mi alrededor. Tanta música, estatua, poesía y pintura que de tan solo mirar me sacaba el aire de mis pulmones. El perfume de dulces recuerdos e historias perdidas me hacían sonreír, y no importaba cuántas veces los veía siempre lograban dejar una marca en mi mente, algo como una memoria que no lograba formarse del todo.

Había elegido trabajar como archivista para el museo porque siempre me había interesado la recolección y registros de memorias, y verlos en su máximo esplendor hacía de mi estómago un santuario de mariposas revoloteando de emoción y alegría. Incluso con mi naturaleza tímida, era obvio que estaba feliz y más viva que nunca. Además, hubo momentos en que me cautivó tanto un recuerdo que ni siquiera noté el dolor de mis pies vírgenes.

Me entristecí cuando llegamos al salón de juntas, o eso supuse que era por su aspecto. Por ahí andaban personas sentadas en unas sillas que se veían sumamente incómodas, esperando a que algo pasase. Algunos aburridos y otros, los pocos, tan atentos que de alguna forma se veían demasiado forzados. Todos se levantaron de sus asientos cuando vieron a Ciro entrar, por mi parte cerré la puerta detrás de mí, buscando con la mirada un espacio vacío para sentarme. Fue un poco aburrido, no voy a mentir; charlas, presentaciones y el tener que corregir a mis compañeros de trabajo cada que me llamaban Amapola, cuando mi nombre es Anapola.

Al final, la junta terminó por dejarme cual polvo. Se notaba por la manera en que me dejaba caer en lo que sería mi nuevo escritorio repleto de papeles, mi mirada vagando con pereza al desastre que pintaba mi oficina. El olor de los ancianos y alfombras viejas flotando en el aire, pegándose a mi piel. Todo esto era tan nuevo para mi, tan diferente. Tenía entendido que el antiguo archivista renunció sin haber primero organizado su avance, lo que hacía más difícil mi trabajo pues eso significaba tener que pasar horas y más horas de contenido, de notas y de archivos sin ningún tipo de orden. Decidí empezar bastante bien con cosas superficiales: fechas, nombres, tipos. Lo que sea para ocupar mi mente, y así el tiempo se pasó en un suspiro.

No noté la hora que era hasta después de que la luz de mi vela aromática se atenuó, en respuesta me troné los nudillos y el cuello. Con la poca oscuridad, desde mi ventana pude ver claramente cómo la noche comenzaba a despertar de su letargo. Por ahí andaba mi sombrero, abandonado junto a mi bolso y el abrigo en el perchero de la oficina —cerca de la puerta tan pronto entrar—. Y viendo los papeles de lo que antes enrrollaba mi comida al lado de una pila de documentos, me entró el sentimiento de ser un poco patética considerando que había traído mi propio almuerzo, después de todo, era más fácil hacerlo que confiar en mis pobres habilidades sociales.

Ciro me visitó por última vez en el día y me preguntó si necesitaba que me acompañara fuera del edificio, dije que no y con eso y nada más, se fue. Dando mi trabajo por terminado, recogí mis cosas y di los primeros pasos al pasillo de mármol que daba camino a la salida del museo. Mis pies dolían tanto y si no fuera porque era mi primer día en el trabajo y, también, mi primer día usando tacones altos, habría quemado todo hasta el suelo. Eso me pasaba por querer verme formal y adulta. Recordaba imprecisamente el camino del que Ciro me mostró horas antes, y mientras recorría las secciones y pasillos me sentía como ratoncito perdido en un laberinto de conocimiento. Pero algo me llamó la atención en el momento en que di la vuelta en la sección de objetos históricos, fue un susurro que sonó como un cántico; era extraño porque estaba casi segura de estar completamente sola en esta parte del museo. Tal vez estaba equivocada, confundida y asustada de estar sola, que lo único que podía hacer mi mente era creer alguien estaba allí, o algo.

Lo peor de todo sería un algo.

 —¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —pregunté, mi voz temblando sin querer. Involuntariamente acomodé mi bolso frente a mí, algo curioso considerando que de arma no tenía nada, aún así miré a ambos lados antes de caminar lento a lo que parecía ser un pasillo desviado, que me llevó a una dirección que juraba no estaba antes—. Que no sea una pesadilla, que no sea una pesadilla —murmuré una y otra vez, mis ojos llorosos clavados en el suelo.

Esperaba que no fuera así, no quería que algo tan malo pasase en mi primer día de trabajo. Respiré hondo y detuve mis pasos cuando ya no había nada más que recorrer. Me quedé quieta, relajándome. Abrí y cerré los ojos, asegurándome que la pintura que estaba frente a mí era una memoria y no una pesadilla. Su rostro era como el resplandor dorado del fuego del amanecer, levantando mi mirada, atrayéndome. Era de un hombre vestido de manera oriental en medio de una pradera de flores moradas, amarillas y azules. Estaba haciendo lo suyo, acariciando las flores y oliéndolas con mimo y cariño. Pero algo no estaba bien, y mientras más tiempo pasaba me di cuenta que el hombre daba la vuelta y miraba hacia mi dirección. 

Con eso y, sin poder evitarlo, grité.

Museo de las memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora