Seis

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Era de conocimiento común y popular que una memoria corrupta, ya sea por el tiempo o por las personas, podía transformarse en algo parecido a una pesadilla. Criaturas oscuras y líquidas, sin ojos ni boca, solo voces apagadas de una memoria que alguna vez existió. Huecos de un tiempo que se ha ido para siempre.

Comían y comían memorias como si nada en el mundo las pudiera satisfacer, dejando a la víctima en una pérdida de sí mismo. Una enfermedad crónica destinada a derrumparlo todo. Ésos eran el mal del mundo. Los corruptos. Los indeseados. Los indómitos. Los monstruos de la nueva era, lo débil de todas las virtudes. 

Eran salvajes, siendo su único temor los soñadores, personas con magia que tenían la capacidad de curar su veneno antes de que fuera demasiado tarde. O eso decían. Mi padre fue una vez uno de ellos, cuando trabajó en el ejército en tiempos de guerra. Solía contarme historias de una época como ninguna otra, una en la que las memorias escapaban de la mente de la gente y corrían por sus vidas, y cuando no podían ser atrapadas a tiempo, se convertían en esos horribles monstruos.

Así que ni siquiera las memorias querían formar parte de una guerra que mató a millones de personas. Ellos también querían salir de toda la muerte y el dolor. Pero no pudieron. Se convirtieron en los mismos monstruos que temían, si no es que peor. La guerra hizo monstruos a los hombres y a las memorias, y muerte a los asustados y perdidos. Nunca hubo un ganador al final, solo hubo un final.

—¡Oh, querida! ¿Qué te trae tan distraída hoy? —Berta exclamó, ojos bonitos parpadeando varias veces—, entiendo que es tu segundo día de trabajo, pero si sigues así me temo que cometerás algún error.

Mi cara se sintió caliente cuando decidí dejar mis pensamientos para otro momento y para otro lugar. Estábamos sentadas en mi oficina, ella a mi lado mientras trabajábamos cada una con lo nuestro, pero por supuesto, Berta tenía la maña de hablar de más y yo de distraerme cada par de minutos.

—Perdóname, estaba distraída con mi trabajo.

—No te atrevas a mentirme, no te has enfrentado a la pila de papeles en tu escritorio en todo el rato que he estado aquí, sino que te quedas viendo en algún lugar de la oficina, ¿está todo bien? ¿Acaso te sientes enferma?

Por mi vida, no podría decir. Tan pronto entrar al museo, sentía de repente que las palabras que estaba saliendo de mi boca eran solo eso, palabras. Sin sentido. Como un reloj que movía sus flechas sin decir la hora. Era mediodía, el olor a polvo viejo todavía impregaba en el aire, tristemente.

—No dormí tan bien anoche, supongo —me estiré en mi silla, acomodando sin un orden en específico los papeles del escritorio, ojeando después a Berta, quien yacía seguramente preocupada por mi falta de interés en lo que andaba diciendo—. No te preocupes, estoy un poco más despierta ahora, por cierto, necesito preguntarte en qué estás trabajando exactamente.

—¿Oh? ¿No te he dicho? Estoy haciendo bosquejos publicitarios para la siguiente exposición que se dará en unas semanas —dijo repentinamente encantada, mostrándome su cuaderno lleno de notas, bocetos y frases—. Estaba pensando en hacer dos versiones: uno estará publicándose en el periódico y el otro afuera del museo. Aunque, pensándolo bien, tengo la idea de preguntar si hay alguna forma en que nos permitan anunciarlo por la radio.

Y así, siguió hablando de todas sus ideas que tenía para el museo y la próxima exposición. Por mi parte, estaba entre escuchar y sacar el almuerzo de mi bolsa, aunque en esas me le quedé viendo un rato, extrañada del contenido que poco o nada conocía. Primero, había un tipo de pan plano relleno de algo verde acompañado de un pequeño contenedor de salsa roja. También habían moras, pero era algo separado y en su propia sección. Mi curiosidad hizo que Berta dejara de hablar, sentí su mirada curiosa en mí.

—¿Y qué es lo que traes para comer? —habló ella, se me acercó y su cara se torció en una mueca de disgusto—. Ay Anapola, tiene un olor horrible, ¿no me digas que vas a comer eso? 

Aquello me molestó, mis hombros se tensaron cuando dije:

—Fue hecho por un amigo mío, y creo que se ve delicioso. El hecho de que algo sea diferente no significa que sea malo, ya sabes.

Mis palabras la hicieron sonrojarse, rosa en sus mejillas y cuello, los ojos revoloteando por el pánico.

—Oh cariño, me disculpo. Es solo que nunca había visto algo así antes, el olor es tan fuerte, tú entiendes, ¿no es así? —se quedó callada, jugando con el lapiz en sus manos, el cuaderno yacía olvidado en el escritorio—. En esta parte del mundo no vemos comida así, nuevamente me disculpo, no era mi intención ser descortés.

Lo dejé pasar porque no quería causar problemas, así que dije que estaba bien y comencé a comer de a poco, cosa que me hizo dar cuenta que, efectivamente, la comida estaba deliciosa. Berta sonrió, ya relajada, retomando lo de hablar como si nada hubiera pasado, pero hubo una parte de sus palabras que hizo entrar pánico debajo de mi piel. Era algo sobre la sección de arte y memorias de la que Madhur formaba parte, una simple habitación beige llena de diferentes cuadros y pequeñas estatuas que se movían de vez en cuando. Ella agregó, tristeza repentina en su voz y mirada desenfocada, que esos eran algunas de las memorias obtenidas de otros paises, antes de la terrible guerra. Reliquias que la gente dejó atrás y, siendo una de las secciones menos populares, el museo quería rememorar la historia antes de la catástrofe.

A medida que pasaba el tiempo, y mientras mi mente repetía sus palabras en un bucle, el descanso había terminado y en una rápida promesa de volvernos a ver cuando terminaramos nuestro debido trabajo, Berta salió de mi oficina, su vestido morado desapareciendo detrás de la puerta. No podía concentrarme en mi trabajo, estaba preocupada por Madhur porque él no estaba dentro de su pintura. Me pregunté si se vería vacía sin él, o si tal vez nadie sospecharía su ausencia.

Dejando de lado mi trabajo de orgranización y archivos, la falta de lógica me hizo ir a la oficina de Ciro y jugar un poco con la suerte, haciéndole una pregunta que, por supuesto, me ponía más que nerviosa pues nunca se me había dado bien iniciar conversación con algún superior, mucho menos con alguien tan intimitante.

Museo de las memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora