Siete

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—Oh, es realmente usted, Anapola. Venga, tome asiento.

No dije nada mientras cerraba la puerta detrás de mí, sintiendo el peso de todo aplastándome al darme cuenta de mi impulsividad poco a poco. De la entrada hasta la silla fue un largo camino, no por el tiempo sino por el miedo a hablar con otro ser humano. Ciro seguía siendo intimidante, incluso si con una simple mirada no lo parecía.

—Perdón por, eh, ¿no agendar una cita para hablar con usted?

Él me dedicó una mueca que no me gustó para nada porque me hizo sentir pequeña, frágil y muy estúpida. Cosa que era, aunque ese no es el punto. Al sentarme, su vista no se apartó de mí, me acomodé en la silla, piernas cruzadas y sin saber dónde acomodar mis brazos.

—Lo siento mucho por lo repentino y por atreverme en hablar con usted, pero es un asunto de gran importancia.

Él no se veía interesado, parecía más irritado que cualquier otra cosa.

—Si desea mejor paga, es demasiado pronto para pedirla.

—No, no, estoy contenta con mi sueldo.

—Tampoco puedo conseguirle una oficina mejor, hay espacio limitado.

—También estoy contenta con mi oficina, solo que necesita una limpieza profunda.

—Ya veo —dijo, entrecerrando los ojos, se recargó hacia adelante en una postura más curiosa—, ¿y qué puedo hacer por ti?

Sabía qué decir, había planeado en mi cabeza las palabras exactas para parecer lo suficientemente convincente como para que funcionara. Era algo escandaloso, una mentira a medias que no encajaba bien en mi brújula moral, pero era necesario para asegurar la libertad de Madhur, o eso me intentaba convencer. 

Y aquí estaba, sentada con una cuerda invisible en el cuello porque si alguien descubría mi mentira, me iban a meter en la cárcel. ¿Por qué?, me pregunté, ¿por qué estaba sacrificando mi propia libertad por otra persona? Porque él me ayudó, recordé sombríamente, y me sentía obligada a devolverle el favor.

—Hay una sección en los archivos en la que tengo algunas preguntas, me gustaría ver de cerca una pintura específica, por así decirlo —pausé para tomar aire, el reloj de la pared hacía tic-tac, de modo que me ponía aún más nerviosa—. También me he enterado recientemente de que habrá una exposición con esta pintura, prometo entregarla antes de que se de lugar para garantizar la mayor calidad de esta institución.

—Sería más fácil verla usted misma, sin necesidad de trasladarla a su oficina.

—Existen inconsistencias en la pintura y la información proporcionada por el museo.

—Es la primera vez que me he enterado de esto.

—Me imagino que será por la falta de empleados capaces en la sección de archivos.

Se quedó callado, el silencio cargado de suspenso se prolongó más de lo estrictamente necesario, y cuando por fin se rompió, había algo en el aire que no terminó por sentarme bien.

—Una semana —informó el señor Ciro, relajando su postura y recargándose en su silla a la vez que se masajeaba el puente de la nariz—, te daré una semana y nada más. Cualquier error, incongruencia o maltrato a la propiedad del museo tendrá terribles consecuencias, estoy contando con usted y sus habilidades de archivista —dejó lo que estaba haciendo, pausando por lo que parecía minutos y no segundos—. Considero que usted es más que capaz para este trabajo, pero sigue siendo nueva e ingenua en el mundo de las memorias y su cuidado adecuado.

—Entendido, muchas gracias —asentí, no dejando a la luz mi incredulidad—, espero no decepcionarlo.

Luego dijo más cosas que no podía comprender, la adrenalina abandonó mi cuerpo y, como era de esperar, la pequeña junta se terminó con Ciro diciéndome de nunca, pero nunca, llegar sin una cita, y de mí casi desplomándome al suelo a las afueras de su oficina. No podía creer que lo que había hecho, pero el costo fue alto y las consecuencias no llegaban a registrarse en mi mente. Pero estaba orgullosa de mí misma, y ​​creo que eso es suficiente por ahora.

Museo de las memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora