—Anapola, ¿me estás prestando atención?
Me desperté de repente, no por ella, sino por el silencio que continuaba flotando en el aire al terminar de hablar, violento y en espera. No estaba en la pintura, al menos ya no. Ahora era el momento de sumergirme en el mundo real una vez más, el recuerdo de Madhur guardándose en mi mente mientras levantaba la taza de la mesa delgada y de madera, el calor del líquido derritiéndose en mi boca, dulce al tacto. Antes de todo, había despertado de la pintura, los ojos muy abiertos sin poder respirar. luego, como si nada, el tiempo siguió su curso y me dirigí a la entrada del museo. Mi mente apenas poniéndose al día con mi cuerpo a la vez que Berta me acompañaba a la cafetería en la siguiente cuadra, y así fue todo como si nada más hubiera pasado. La lluvia había cesado, el cielo se había oscurecido y el viento era más ruidoso.
Abrí y cerré los ojos, dándome cuenta del tiempo que estaba tardando en responderle. Hice un sonido ahogado que indicaba que estaba escuchando cualquier historia que me estuviera contando, con eso Berta hizo una de esas sonrisitas, dulces y grandes, sus ojos escondiéndose. La escuchaba a medias, mi mirada dirigiéndose a la ventana que mostraba la calle llena de charcos. El día nublado suavizando los tonos de la ciudad con pasteles de cuento y, a la distancia, el débil ruido de una canción de cuna para la gente de la penumbra. El ritmo era constante y contundente, tal vez un músico local en una de las esquinas de la calle que quería dinero, o simplemente algún borracho cualquiera. Había vivido en muchas ciudades en mi vida, pero no en esta. Nada se comparaba con los edificios monocromáticos y su gente excéntrica que vivía en ellos. A veces echaba de menos el mar. Luego pienso en Madhur y su pintura, y si me quedara el tiempo suficiente con su memoria podría saborear la sal y escuchar a las gaviotas cantar sus melodías.
El sol caía, haciéndose de noche. Nos despedimos y fuimos por caminos diferentes, y sin importar cuántos pasos daba, me dolían los pies pero llegué a mi apartamento, y me sentí un poco mejor. Subí sus escaleras un poco viejas aunque demasiado gastadas, pasando por las puertas de mis vecinos una por una lista para aventarme a mi cama y dormir. Sorpresa parando mis pasos, frente a la puerta donde vivía estaba alguien que no esperaba encontrarme tan tarde.
—¿Mariella? ¿Qué haces aquí?
Se dio la vuelta, protegiendo con fuerza el peluche en brazos. Su vestido rosa estaba sucio al igual que su cara redonda y aniñada. Me acerqué a ella, rebuscando en mi bolso encontrando una toalla, me agaché hasta su altura, pasando la tela por su cara. Ella echó la cabeza hacia atrás y se rio como solo una niña pequeña podía hacer. Es ese tipo de risa contagiosa que iluminaba a los adultos, sonreí ante eso.
—¿Y tu abuela? —pregunté en susurros, buscando a la tal aclamada señora que la cuidaba. No había señal de ella, lo que me pareció inquietante considerando que rara vez Mariella iba a un lugar sin alguien a su lado.
—Está dormida.
Recordé que a esta hora normalmente la señora Marino, que realmente no era su nombre sino su apellido pues odiaba que la llamasen con tanta familiaridad, tomaba su siesta y no se despertaba hasta ya más tarde. Me estiré, separándome más de Mariella y extendiéndole mi mano, ella la tomó sin tanto trabajo.
—Vamos, la señora Marino estará preocupada si despierta y no te ve.
Mariella negó, apretando el agarre.
—Quiero estar contigo, juguemos.
—Es muy tarde para jugar, Mari —dije, y antes de que la niña pudiera empezar a llorar, inmediatamente continué hablando—, ¿y si te cargo? ¿te parece?
Eso la hizo saltar un poco, sus ojos brillando de emoción infantil. Rápidamente, abrí mi puerta y dejé mis cosas en la entrada, luego me aseguré de cerrarla y la miré con el cansancio golpeándome con más fuerza, el peso del mundo por mis hombros pero forcé una sonrisa. La tome en mis brazos, su pequeña cabeza hundiéndose en mi cuello, su cabello rizado y blanco dándome cosquillas. Era una cosita pequeña, una niña enferma con pestañas y piel color cándido, ojos morados que se se veían de ensueño y surrealistas, y un lindo vestido rosa que amaba con todo su corazón y que usaba regularmente. Ella y su abuela vivían debajo de mí, al lado de una pequeña ventana en el pasillo que daba a una pared del establecimiento de al lado. Me detuve cuando llegamos a la puerta, tomé del pomo y se abrió con facilidad.
—Iré a darle un vistazo adentro —la dejó en la entrada, cerrando la puerta detrás de ella—, tú quédate aquí.
Incluso si supiera las bajas posibilidades de que no hubiera nadie más dentro, aparte de nosotros y la señora Marino, todavía quería asegurarme. No me tomó mucho tiempo para saber que mi preocupación estaba mal guiada, es por eso que me sentí a mi misma relajarme un poco pero no lo suficiente, quería salir de aquí y descansar. Abracé a Marielle una última vez antes de salir por la puerta, la madera crujendo bajo mis pies dolidos. Estaba cansada cuando entré a mi parte del edificio, incluso en la oscuridad sabía el espacio de memoria y, quitándome por fin los tacones y dejándolos, como mis demás cosas, en la entrada, yendo hasta mi cama y tirándome en ella. Y con el murmullo de la gente de afuera, el viento que puso a la ciudad de rodillas y la contorsionante quietud de mi pequeño espacio en el mundo, sentí una presencia junto a mi cama. Vi su sombra primero, luego a él.
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Museo de las memorias
Short StoryUna mujer es contratada para ser la archivista de un museo peculiar.