Dos

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Sus ojos eran pedazos de café entre las líneas de pincel y pintura. Una sonrisa astuta en sus labios como si hubiera una broma que no podía entender. Parecía no poder hablar, manos moviéndose con desesperación apuntando hacia la placa que adornaba la pintura a su lado. Pero no pude leer lo que decía, estaba tan distraída por la sorpresa para hacerlo.

Una mano se posó en mi hombro, saltando me di la vuelta y me di cuenta de unos ojos azules que me veían preocupados.

—Ay dulzura, ¿todo bien? ¿qué pasó? —Berta, mi compañera de trabajo si mal no recordaba. Ella traía consigo un acento del sur, seguramente de un lugar alejado del caos de la ciudad. Mechones rubios caían de su frente con delicadeza, su cabello llegando por arriba de los hombros—. Anda, deja te ayudo.

Me obligó a darme la vuelta y, de tomar su mano suave y fina, me levantó del suelo. Estando parada, volví a mirar a la pintura, inquietud aún en mi estómago.

—La pintura se movió —hablé notando el horror en mi voz. Acomodé mis cabellos pelirojos hacia atrás, sudor frío recorriendo mi cuerpo entero.

Berta levantó su ceja.

—Es lo que hacen las memorias, se mueven.

Negué con rapidez, apuntando hacia la pintura.

—Me miró, notó que lo estaba viendo. ¿Es normal eso? Que las memorias sepan que existes, que no estén en su propio mundo.

—Seguramente no fue nada, querida. Tal vez la persona que lo recordó estaba interactuando con él —sonrió cortés.

Ella tenía razón, por supuesto. Yo apenas era nueva en todo esto de museos de las memorias, una novata que tenía mucho por aprender. Mis hombros se relajaron, hasta que me di cuenta nuestras manos seguían juntas, me separé de ella como si hubiera tocado fuego.

Aclaré mi garganta.

—Sí, seguramente —murmuré, consciente de lo extraña que sonaba mi propia voz. Por supuesto que era eso y nada más, aunque eso no explicaba el por qué parecía que me podía ver, y por qué apuntaba desesperado hacia su placa. Decidí guardarme tal detalle, creyendo que no valía la pena hablar más para no sonar como una loca.

—Sigues temblando —habló ella, ojos tristes viajando de mi rostro pecoso a mi saco café, luego a mis pies adoloridos por mis tacones y de nuevo a mi rostro—. ¿Y si vamos por una taza de té? Quizá eso te ayude a relajarte.

—Oh, eh claro —dije, evitando su mirada y buscando mejor mi gorro, que por alguna razón no encontraba—. Solo deja encuentro mi gorro y...

Y recordé que lo había dejado en mi escritorio, creyendo inocentemente que me lo iba a poner al terminar de acomodarme los botones de mi saco. Por supuesto, eso no pasó.

—¿Y?

Abrí y cerré la boca.

—Dejé mi gorro en mi oficina, ¿te veo en la salida del museo?

—Cerca de la estatua —asintió Berta, una pequeña sonrisa posándose en sus labios de un rojo vivo, adiviné que era por el maquillaje que usaba. Uno caro y elegante, como ella.

Me di la vuelta, ignorando la voz en mi cabeza que tentaba en responder preguntas que obviamente no tenían sentido. Seguí el camino hasta mi oficina y encontré mi gorro en donde lo había dejado. Arreglé mi cabello antes de ponérmelo y me dispuse en regresar por dónde había venido.

El museo de las memorias no era grande, al menos no comparado con los demás que había visitado en mis años de juventud, en la época en el que estaba segura que mi único destino era casarme con el amigo de mi madre, Ronan. Un hombre que me ganaba por treinta años, y que trabajaba en una de las tantas empresas extranjeras que se acomodaron en la ciudad en las últimas décadas.

Pero no quería pensar en eso, en el hombre de la pintura. Seguí caminando en dirección a la salida cuando escuché de nuevo esa música que se quería pasar por un susurro.

—No es nada, Anapola —me dije, mordiendo mi labio y alejando los ojos del pasillo que guiaba hasta la peculiar memoria, continúe caminando—. Solo son cosas de memorias, ya sabes. Es más, ha de ser una memoria con complejo de canción, algo un poco curioso considerando que esta sección solo es para pinturas, pero detalles. Sí, detalles.

Contrario a mi juicio personal, me di la vuelta y seguí la melodía.

—Solo será ver que todo esté bien.

A quién engañaba, era claro que lo que estaba haciendo era todo menos eso y, sin embargo, me aferraba a la mínima posibilidad de que mis dudas fueran nada más que mi imaginación viva. Por supuesto que las memorias no podían verte ni interactuar con uno, era algo de lógica básica que todos conocían y entendían. Igualmente, la regla de oro en cualquier tipo de museos era informar cuando una memoria estaba actuando raro, así que solo estaba haciendo mi trabajo como archivista responsable y no para saciar mi curiosidad. Me paré frente a la pintura, analizando el retrato del hombre. La música había parado, y el único otro sonido era un distante golpeteo de lluvia contra los alféizares de las ventanas.

Leí la placa a su lado, tocándola suavemente con mi dedo.

—Jijivisha, 1910. Memoria olvidada, nunca perdida.

Mis ojos regresaron al hombre quién me miraba fijamente, inclinando la cabeza y sonriendo condescendientemente. Ahogué un grito, pero la sorpresa haciendo mi sorpresa evidente. Él me saludo, yo hice lo mismo automáticamente.

—¿Qué...? —no logré terminar, extendió su mano hacia mi, casi queriéndome tocar.

Miré ambos lados, después atrás. No había nadie, ¿estaba acaso perdiendo la cabeza? De nuevo esa melodía, y me di cuenta que era él, cantando. Así de cerca, una canción que no conocía, una variación de notas altas y bajas, un ritmo constante. Tan diferente a lo que estaba acostumbrada, tan nuevo. Me vino un recuerdo que no era mío. Tierras lejanas, el hogar de la cultura del Valle del Indo.

Seguía lloviendo de fondo, suave y dulce, el aroma de la miel en la brisa otoñal. Entonces, dejó de cantar y, cuando nuestras manos se tocaron, una luz me cegó. Y sentí como la nada me comía completa.

Museo de las memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora