Tres

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Mi despertar fue muy lento y relajado, como si el día fuera lo suficientemente amable como para enfocarse suavemente, no queriéndome molestar. En eso, me levanté del suelo cuando la brisa llegó con esa sensación de equilibrio, la sabiduría de moverse a un ritmo constante y tranquilo. Abrí y cerré los ojos, una y otra vez. Sentía que existía un recuerdo escondido en mi mente, pero que no lograba alcanzarlo por más que lo intentaba.

Avancé sin rumbo en el pastizal, la hierba en mis pies desnudos era suave sobre suave, cálida sobre cálida, un cariñoso cosquilleo. Cada mechón se movía con el viento con la misma facilidad que mi cabello rojo. 

Me detuve cuando encontré una silueta que parecía querer escaparse del mundo, y, mientras me acercaba, noté las pequeñas cosas. La manera en que se estiraba su mano completamente abierta hacia el borde del mundo, de como parecía esperar a que alguien le abriera las puertas del universo. Solo lograba ver su perfil, sus facciones todo un misterio. Y entonces, le hablé, mi voz un susurro entre nuestra distancia

No me escuchaba, y era como si mis pies hubieran tenido vida propia porque comencé a correr hacia él. De repente el viento se tornó violento, el frío del aire se apegaba a mi piel con firmeza y mis manos temblaban contra todo aquello que me quería colapsar. Llegando a su lado, toqué su hombro y él se dio la vuelta, nuestros ojos cruzándose. El hombre se veía sorprendido, ojos almendrados bajo sus pestañas en forma de los pétalos negros, los más finos que había visto en mi vida.

—¿Qué haces aquí?

Su voz hizo atarme a la tierra y despertar. Alejé mi mano y miré a mi alrededor con el pánico acomodándose en mi estómago. Estar dentro de una pintura era como descubrir otro mundo inimaginable, lleno de lienzos sueltos y texturas alborotadas. No podía contenerme, mis ojos se aguadaron y sentía la horrible necesidad se hacerme bolita y hundir al mundo en mis lágrimas. Siempre había sido una criatura tímida, abrazándome como si mis propias manos fueran una manta que me protegería del mundo exterior. Esto era demasiado para mí, demasiado para mi frágil cuerpo y mente. En respuesta, decidí preguntar mejor:

—¿Cómo puedo regresar?

Se quedó quieto, callado, curiosidad en esos ojos marrones.

—He intentado buscar la respuesta por mucho tiempo —susurró negando, ojos cambiando de dirección al abismo—, pensé haberlo encontrado pero parece que no.

Luego un trueno golpeó dentro de mi cuerpo, el temblor de mis manos no yéndose mientras mis ojos comenzaron a llorar. Ira, confusión, tristeza, tan entrelazados que quizás sus nombres se pudieran modificar para reflejar los verdaderos orígenes de esas emociones.

—Quiero volver a casa —dije, mi voz quebrándose sin querer—, solo quiero volver a casa.

Se quedó ahí parado como si no entendiera nada, como si él no fuera parte de una pintura más grande, parte de un recuerdo que no se desarrolló bien. Fui lo suficientemente estúpida como para tocarlo, mano a mano. Simplemente no tenía idea de por qué exactamente lo había hecho. Entonces, me quedé sin palabras, apenas procesando la enormidad de lo que está sucediendo, de lo desafortunada que era.

—Existe una puerta —habló, mirada vagando hacia sus propios bolsillos de su pantalón de extravagante tela, de uno de ellos sacó una pequeña y humilde llave—, no es mucho. No puedo entrar en ella, al menos no siendo una memoria —le extendió el instrumento, una pequeña sonrisa en sus labios—, quizá tú tengas más suerte.

Ignoré el tono del que hablaba, el acento de otro país danzando alrededor de sus palabras.

—¿Una puerta? —dije, tomando la llave que en mis manos se sentía fría—, ¿dónde está?

Él jaló de la manga larga de mi vestido sin tanta fuerza, tal acción haciéndome dar cuenta de la ropa que traía dentro de la pintura. La tela color café canela en mi piel era delicada, con tan solo un pequeño cinturón que rodeaba mi cintura. Mientras que mi anterior ropa era pesada y llena de capas de ropa, esta era algo relativamente sencillo y para nada llamativo. Moverme era fácil considerando que la falda era larga pero no llegando hasta el suelo.

—Con la cara que tienes, parece que nunca has visto tu propio cuerpo —comentó el hombre a mi lado, haciéndome caminar.

—Actuarías igual si fueras tú quien despertara dentro de una pintura —me quejé en voz baja, moviendo mi mano para que él me soltase el agarre—. ¿A dónde vamos?

—Madhur.

—¿Ah?

—Mi nombre es Madhur.

—Sí, sí. ¿A dónde vamos, Madhur?

Una sonrisa floreció en sus labios, rápida e instantánea como si nunca hubiera estado allí, una cosita traviesa. Y no dijo nada, por lo que caminamos lo que parecía ser para siempre. Así de cerca, su tez me recordaba a todos los bosques que alguna vez vi, al tono de los árboles después de la lluvia, un profundo marrón.

—¿Y el tuyo? —preguntó, y cuando hablaba era como si pudiera bañarme en su acento, sentir su calidez sobre mi piel. Tardé unos momentos en responder, notando que a nuestro alrededor nacían las flores, su perfume embriagándome de repente.

—Anapola.

—Qué nombre más pecular.

Caminamos como si estuviéramos conectados a la tierra, como si su canto del corazón nos hubiera entrelazado al suelo. Madhur y yo no intercambiamos palabra, al menos no hasta que dejó de caminar, apuntando hacia la tierra.

—Aquí está la puerta, bajo la tierra y entre las flores.

—Esto no tiene sentido, ¿estás seguro que es una puerta?

—¿Aquí? sí. No sé si en otro lugar, en otra memoria.

—¿Por qué me estás ayudando?

—Me temo que fue mi culpa que te hizo estar aquí, aunque no fuese mi intención hacerlo —pausó, duda en su mirada—. Tal vez tengas la oportunidad de salir, creo que eso es suficiente para ayudarte.

Esperó a que dijera algo, al no hacerlo él suspiró.

—Tu no perteneces a la pintura, al cuadro. Memorias como yo están atrapadas, y es de las cosas que no quiero que nadie más sienta.

—Te creo —hablé, apretando la llave en mis manos, ojos puestos en la tierra que ensusiaba mis pies—, te creo.

Miré por última vez la llave, preguntándome cómo algo tan pequeño puede guardar tantos secretos. Sin tiempo que perder, la hundí en la tierra, dándola la vuelta y que en eso lo escuché abrirse, y así como así, apareció una puerta en el suelo, lista para ser abierta.

—Ahora solo debes entrar —dijo él, tristeza en su voz.

—¿Por qué no vas conmigo? —me encontré decir, a pesar de ello Madhur negó.

—Así no funciona, no conmigo.

Tocando el pomo de la puerta, di un último vistazo al hombre de la pintura obligándome a sonreir y a murmurar un pequeño agradecimiento, abrí la puerta con lentitud, y eso fue todo. De la pintura a la tierra de la que pertenezco. De dormida a despierta en un latido

Museo de las memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora