Nueve

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No fue sino hasta el día siguiente que terminé el papeleo necesario para poder tener la pintura en mi posesión, cuanto menos temporalmente. Además, me concedieron una semana de pago extra por buscar y corregir la información incorrecta que había estado categorizada con anterioridad. Hubiera sentido culpa si no fuera porque, al parecer, los datos estaban terriblemente incorrectos. El archivo en el que se había categorizado la pintura de Madhur parecía muy antiguo para ser algo tan reciente. La tinta yacía manchada y las fechas no tenían ningún sentido. Era como si la persona que llenó el papeleo no le importaba hacer su trabajo.

Sin embargo, poco importaba eso ahora. En este momento estaba en una de mis tantas crisis diarias al cuestionar mi sanidad y lo que estaba planeando en hacer, cosa que realmente no sabía. Hasta que, en instante, tuve una idea.

—Llamaré a Berta —comenté repentinamente, levantándome del sofá y acomodando mi vestido azul que quedó arrugado por estar tanto tiempo sentada—, necesito pedirle un favor.

—¿Quién es Berta?

—Una colega del museo, está a cargo del departamento de mercadotecnia y tiene un esposo que sabe mucho de geografía e historia —dije pensativa, intentando acomodar mis ideas y agradeciendo las veces que decidí prestarle atención a las pláticas largas de Berta—, tal vez si llamo puedo obtener información sobre tus recuerdos.

Sería arriesgado. Una palabra equivocada y sospecharían de mi curiosidad. Tendría que jugar mis cartas, algo en lo que no era buena, después de todo, yo era una mentirosa horrible, al igual que una terrible portadora de secretos.

—¿Cómo la llamarás?

Ah, cierto. Sí. Hice una mueca al recordar la vida que alguna vez tuve. Los lujos, la despreocupación, el dinero. Todo había sido tan simple, tan privilegiado. Era inquietante cuánto cambio pasé en un lapso de meros meses. De una hija feliz de una familia adinerada a una trabajadora solitaria al borde de la pobreza, todo porque quería libertad e independencia. Quería ser mi propia mujer. Algunos días me arrepentía de todo, la necesidad de arrastrarme de regreso a los brazos de mis padres y buscar la redención. Pero estaba bien al final del día, me tenía a mí misma y el deseo de convertirme la persona que siempre había querido ser.

—Pero puedo ir a la cabina telefónica más cercana —Me di cuenta en una sonrisa, lavando de mi mente las dudas e inseguridades para otro tiempo, otro lugar. Fui a buscar mi bolso y chaleco, Madhur dejó las hojas en la mesa y me siguió, se asomó por mi hombro mientras sacaba mis monedas—, creo que esto será suficiente.

—¿Cabina telefónica?

—Es como un teléfono público, algo que ayuda a que alguien se comunique con otra persona a larga distancia.

—El mundo ha cambiado tanto en mi ausencia.

Eso me hizo detenerme, notando su postura. Los ojos de Madhur parpadeantes, llenos de asombro y algo más que no pude identificar.

—¿Eso es bueno o malo? —dije en respuesta.

—Nada de eso, simplemente es y ya. El cambio es inevitable, eso no quiere decir que no duela.

Di la vuelta, finalmente, teniendo una mejor vista de él. Sostuve su mano tímidamente, y era suave y agradable. Y levantó la vista del suelo y me sonrió un poco dulce, un poco triste.

—La llamaré —anuncié con la voz temblando, usé mi mano libre para quitarme el cabello del rostro—, y conoceré a su esposo y le preguntaré sobre tu pintura.

—¿Cómo sabes que va a funcionar?

—Tiene que funcionar. Sino, buscaremos otra manera.

Solté el agarre, dándome cuenta de lo cerca que estábamos. Busqué un chaleco para combatir el frío, y le di a Madhur una última mirada, y mi corazón comenzó a doler un poco demasiado. Mi mano estaba en el pomo de la puerta cuando dije:

—Necesito irme antes de que se haga más tarde. —Recordando que del otro lado de la calle, ya casi al cruzar la carretera, se encontraba una cabina roja—. Espérame aquí, si alguien llama a la puerta no la abras.

—¿Qué pasa si es una situación de vida o muerte?

—¡No es mi problema!

Cerré la puerta y me apuré en cruzar el pasillo y bajar las escaleras, se estaba haciendo tarde y no quería estar fuera tanto tiempo. La caminata hasta la cabina telefónica fue casi eterna, luz y ruidos y gente, todo demasiado. Dejé salir un suspiro de felicidad cuando entré a la cabina roja y comencé a marcar el número, esperando que mi último cambio no se desperdiciara después de todo.

—Residencia Vidal, ¿con quién tengo el placer?

—Hola, sí, me preguntaba si se encontraba Berta —comenté a la vez que me mordía el labio—, soy Anapola, una compañera de trabajo.

Tomó algo de insistencia pero por fin me la  pudieron pasar, quien al parecer no me dejó hablar por unos buenos minutos porque no podía contener su emoción sobre el nuevo maquillaje que su esposo le había comprado. Interesante o no, el tiempo era limitado y no tenía suficiente dinero para llamadas prolongadas.

—Necesito de tu ayuda —interrumpí, me sentí horrible pero tenía que hacerlo. Madhur dependía de mí y no iba a decepcionarlo—, realmente lo hago y lo siento por ser imprudente, pero no puedo hablar de este tipo de cosas por teléfono. ¿Tienes un espacio para hablar antes del lunes? En tu casa, si se puede.

—Claro, por supuesto querida. Si hubiera sabido antes que estabas tan angustiada, no habría hablado tanto de mí.

—Lo siento.

—Ya dijiste eso.

—En serio lo estoy, siento que me estoy aprovechando de tu amabilidad.

—Mi marido Edmond discutiría sobre eso, dice que soy bastante egoísta con respecto a mi maquillaje y vestidos.

—Tengo que irme, el tiempo se está acabando. Casi treinta minutos, creas o no.

—Espero que mañana estés disponible, a la una. Mi marido va a hacer su famoso pastel de pastor.

—Estaré allí, gracias.

Nos despedimos y me quedé de pie, sola en la cabina sintiendo la culpa cosquilleando mi estómago. Recordé cómo había sonado antes, desesperado y necesitado y me asusté. Por él, por mí, por lo que está por venir. La sensación se prolongó hasta mi apartamento donde, tan pronto entrar a la sala, vi a la pequeña Mariel, y su típico vestido rosa, dibujando sobre la alfombra verde. Tantos pensamientos pasaron por mi cabeza, tantas preguntas bombardeando mi mente de una.

—¡¿Que estas haciendo?! —Me atraganté, mis ojos agrandándose de repente.

—Uh, ¿cuidando a una niña? Pensé que era obvio.

—Esto es malo —dije mientras comenzaba a caminar de un lado a otro, acomodando mis dedos en mi cabello, despeinándolo sin querer—, esto es realmente malo.

—No seas tan pesimista, mi querida amiga —Madhur se me acercó y me tomó de una mano, guiándome hasta el sofá para que me sentara—, ella es solo una niña, no hay necesidad de entrar en pánico.

—¿Qué parte de "no abrir la puerta a nadie" no entendiste?

—Estaba llamando tu nombre y no podía dejarla en medio del pasillo.

—¿Y si alguien te vio? Qué pasa si descubren-

—No me puede ver. —Esa frase me tomó por sorpresa, vi a Mariel y luego a Madhur, levanté una ceja. En cambio, él dedicó una de sus sonrisas—. Ni ella y nadie más que tú, al parecer.

Museo de las memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora