Ocho

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El anochecer llegó a tiempo, recogí mis cosas a toda prisa. Me despedí de algunos de mis compañeros de trabajo que seguían en su turno hasta ya tarde y me encaminé a las escaleras fuera del museo, taradeando una tonada que escuché alguna vez en mis sueños. La presencia del frío era menos de lo que esperaba, apenas un suave viento que no llegaba a notarse si no es que uno le pusiera la debida atención. La temporada de frío estaba comenzando a terminar y se podía sentir en el aire, aquello era muy agradable.

A la vez que avanzaba, la gente iba conmigo aunque en diferentes direcciones. Éramos como un mar y sus olas, yendo y viniendo y para nada constantes con nuestros movimientos, olores, y pláticas bajo las luces de los establecimientos. Sólo entonces me atreví a reconocer dónde estaba y qué había hecho con mi vida desde que me fui de casa. Inevitablemente, detuve mis pasos ganando maldiciones y miradas desagradables, pero esa no era mi principal preocupación, sino que estaba aquí, sola en un lugar tan distante de donde nací. 

Mis padres no conocían mi paradero, mucho menos lo que estaba haciendo. En ese entonces había dejado una nota en mi habitación anunciando mi partida con apenas unas monedas en mi bolsillo, y aquí estaba, meses después un viernes por la noche, en una de las ciudades más grandes de Europa sin siquiera un centavo para usar en algo tan simple como el transporte público. Nunca había vivido sola, nunca había estado realmente sola. Esto era demasiado para tan poco tiempo. Mi alrededor se hizo tan grande, el mundo se transformó en cuchillas afiladas en mi cuello. No podía respirar, estaba temblando.

En mi preocupación del presente y el por venir, alguien chocó contra mí y casi me caigo, y luego, como si nada, el tiempo se reanudó. Miré a mi alrededor y volví a estar presente, no había mucha gente ahora, no como antes. Quién sabe cuánto había estado en trance, inhalé y exhalé tratando de calmar mi corazón que no parecía querer entender que estaba bien. Que todo estaría bien. Debía estar bien, porque de otra manera, dónde estaría yo.

—¿Uh? ¿Qué es eso?

Parpadeé varias veces hacia la pila de papeles que Madhur me entregó tan pronto cruzar las puertas del apartamento, estaban tan pesadas que tuve que maniobrar bajar mi bolso al suelo para poder cargarlas bien, y de paso quitarme los dolorosos tacones.

—Memorias —dijo rápidamente, y se fue hasta la cocina para después regresar con aún más papeles—, empecé a registrar lo que recuerdo y como no soy de palabras, decidí usar dibujos.

Se sentó en el sillón y me invitó a acomodarme a su lado, en esas le dije:

—Parece ser que te mantuviste ocupado...

—¡Por supuesto! —exclamó Madhur, dejando los papeles en la mesa, decidí hacer lo mismo—, tengo varios recuerdos de lo que alguna vez fui. Sin embargo, solo son fragmentos.

—¿Con qué los pintaste? — susurré, a él y a las hojas con bastante asombro.

—Lapices que encontré por ahí en el apartamento, eso y mis dedos.

Le di un ojo a su arte teñido de negro, personas y edificios y animales... tanta cosa que no sabía dónde mirar. Un par eran tan realistas que casi podía sentirlos y tocarlos, otros tan abstractos que no podía decir qué eran. Pero en un tiempo demasiado corto para ser considerado un minuto, mi mirada fue hacia un árbol.

—¿Qué dice? —pregunté al ver que venía escrito en algo que no entendía, él siguió mis ojos y tomó el papel en sus dedos

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—¿Qué dice? —pregunté al ver que venía escrito en algo que no entendía, él siguió mis ojos y tomó el papel en sus dedos.

—El árbol parece expresar su deseo —recitó con encanto, voz en tono cantor y dramático—. En el movimiento de su cabeza: sus hojas se agitan y se agitan, piensa, tal vez las hojas sean plumas, y nada se detiene ahora de levantarse en su aleteo.

—Tan bonita poesía, ¿de dónde la sacaste?

—De mi mente —dijo—, de lo que recuerdo y de lo que no. Me veo leyendo bajo un árbol, bajo la primavera en el campo. Yo, el otro yo, le encantaba la poesía. 

Asentí, entendiendo.

—El verdadero tú.

Por un rato no me dijo nada, jugó con el papel y se le quedó viendo como casi pensando. Lo dejó en la mesa, junto a las demás hojas.

—Yo soy el verdadero yo. Yo soy parte de él, y lo seguiré siendo —pausó, tomó aire y, un poco temblando, siguió hablando—, no espero que entiendas lo frustrate que es no estar completo, quedarse a la mitad del camino. Extraviado, perdido, olvidado.

—Pero eres la memoria de alguien, lo que dejó atrás.

—Soy más que eso, Anapola. Y lo que necesito es saber quién era antes de ser yo, ¿me ayudarás a buscarme?

Lo pensé, él temblando y me dio pena, le recogí la mano, apretándola.

—Por supuesto.

Y eso fue todo.

Museo de las memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora