Quince

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Subí las escaleras a altas horas de la madrugada, con una mano tocando la barandilla y la otra el maletín que escondía el cuadro que lo empezó todo. Llevaba un vestido marrón, zapatos altos y mi larga melena caía por mi espalda, indomable. Los pasillos estaban fríos, el aire espeso con sabor a metal oxidado, y Madhur permanecía a mi lado, desapercibido para el mundo que le rodeaba, con ambas manos ocultas en un intento de no mostrar la tinta que manchaba sus dedos. Era el tinte de las pesadillas, el beso del olvido que yacía oscurecido.

Todavía había tiempo, aunque no lo pareciera. Para él. Para mí. Para nosotros. Tenía ganas de acariciarlo y decirle que todo iría bien, que no necesitaba esconderse porque, al fin y al cabo, aún no se había convertido en una pesadilla. Que volvería a estar en su pintura.

Pero no lo hice, pues sabía que dijera lo que dijera, no cambiaría nada. Él quería lidiar con sus propias batallas, y yo quería que sobreviviera. Y si sobrevivía solo, que así fuera. Estaría a su lado, antes y después de que regresara a donde siempre perteneció. El cuadro. La memoria. Por mi parte, seguiría mi vida como si nunca lo hubiera conocido, ni mucho menos recordado. 

Lo primero que vimos fue a la pequeña Mariel al otro lado de la puerta de mi apartamento, sentada en el suelo con la cabeza ladeada, sus ojos apenas abiertos. Tenía el cabello blanco atado en dos trenzas y vestía su camisón rosa suave que coloreaba el enfermizo y empalagoso verde y gris del entorno. No hablamos mientras la recogía. En cuanto su cara se apretó contra mi cuello en busca de calor, murmuró algo que no pude entender en voz baja. Tenía frío, y quién sabía cuánto tiempo había pasado esperando mi regreso. Aunque no fuera culpa mía, me sentía responsable de alguna manera. La memoria me acompañó hasta donde la chica vivía con su pariente, que parecía haberse olvidado de cerrar la puerta con llave por la forma en que se abrió inmediatamente sin mayor problema. Una sensación de rabia se colmó en mi interior. Aquella mujer no era apta para cuidar de una niña tan pequeña, no era capaz de mantenerla a salvo. En cuanto pudiera hablaría con la cuidadora, intentará hacerle comprender que lo que estaba haciendo podía ser peligroso, pero por ahora lo único que me quedaba por hacer era acostar a la niña, cerrar todas las ventanas y puertas abiertas de su lado del apartamento y meterme en el mío para poder dormir.

Sin embargo, la vida no era tan sencilla.

A la mañana siguiente, nada más despertarme, me di un baño frío, me quité el pijama y decidi ropa decente, comí algo que Madhur me había preparado, me lavé los dientes e intenté peinarme. Salí por la puerta con mi maletín en la mano. A cada paso, mi estómago se retorcía en pequeños nudos apretados que no cedían en deshacerse.

Esa sensación me persiguió hasta las escaleras y la calle transitada, hasta el transporte público y ante la entrada del Museo.

—Bienvenida de vuelta —Era Berta, que se acercó a mí, rodeándome en lo que me pareció un abrazo. Estaba tal y como la recordaba, con su pelo rubio, su precioso vestido hecho a medida y el aroma de las flores perfumadas que desprendía.

Nos hallábamos en una de las entradas de la sala principal del museo. Bajo una de las muchas puertas largas que conducían a distintos pasillos repletos de memorias. Pensé, entonces, en cómo el cambio había dejado su huella. En cada azulejo, en cada pared, en cada respiro que inevitablemente tomaba. En comparación con el primer día que puse un pie aquí, me parecía todo más pequeño, de alguna manera. 

—Gracias —le dije, separándome de ella y de su animada emoción. Fuimos caminando hacia lo que pronto sería la siguiente exposición sobre memorias del sur de Asia. El eco de nuestros pasos resultaba difícil de ignorar, aunque eso a Berta le daba igual. Le gustaba la atención, ser observada al pasar, con ella hablando de nada en particular, y yo asintiéndole.

Luego se detuvo, diciendo que tenía que ir a hacer algo. Se despidió de mí con un abrazo y desapareció de mi vista, dejándome sola y con la promesa de volver en el aire. Después, como si fuera el silencio el que condujera a su falta de presencia, Madhur me dio un toque en el hombro. Me había olvidado de él. Omitido su rostro de mi mente, su propio rastro oculto en los bordes y grietas de lo que parecía ser mi mirada. Comenzaba a sentir que los espacios que él solía ocupar se ampliaban cada vez más. Se estaba volviendo irreconocible, y temí.

—Vámonos, que ya casi llegamos —murmuré. Quizá si no lo decía en voz alta, minimizaría el impacto del olvido. Sólo que sabía que era inútil, era obvio que el tono de voz no cambiaría lo que había sucedido hacía unos segundos. 

Porque se suponía que las memorias debían ser instantáneas. Se suponía que se difuminaba con el tiempo y se iban olvidando, ese era el objetivo de todo. Si no fuera así, ¿cómo podría alguien seguir adelante? ¿Cómo podría haber espacio para nuevas cosas? ¿Para nuevas experiencias? Se trataba de una serie de ciclos que construían y destruían. Una y otra vez. Eran los relatos de aquello que uno ya no tenía en su posesión.

Se suponía, en cambio no me gustaba saber que lo había olvidado ya que me costaba respirar. Me oprimía el pecho, me hacía daño. No se trataba de una simple memoria, era mucho más que eso. Era una experiencia. Sí, eso. Madhur era una experiencia.

Ajeno a mis pensamientos, aquel se puso a mi lado haciendo que las yemas de nuestros dedos se rozaran. No me permití contemplarlas, únicamente sentirlas, pues no tenía intención de mirar el negro que las cubría. Sabía que en cuanto lo hiciera, todo se me vendría encima y no podría soportarlo. No podía soportar sentir más de lo que estaba sintiendo en este preciso momento.

Giramos a la izquierda y, a lo lejos, allí se encontraba. Sin la pintura, la pared parecía desnuda en su blanco pese a estar adornada con otro tipo de pinturas. Le observo mientras su mirada descansaba en lo que una vez fue su lugar, a lo que regresará después de tanto.

—Me imagino que esto es el final —Madhur me comentó, y nuestras miradas se encontraron. Mi respiración se entrecorta al verle a la vez que un montón de palabras se amontonan en mi garganta, mi mano tiembla en el momento de tocar, por fin, la suya. 

—¿Tienes miedo? —dije, sin atreverme siquiera a fijarme en sus dedos a pesar de que el tacto era, inesperadamente, cálido.

—Me gustaría tener más tiempo.

—Entonces es un sí.

—Te extrañaré.

—Me verás cuando pase por esta parte del museo.

—No será lo mismo.

No dije nada por más que quise. Sino que solté su mano, destapando el maletín y acercándome a la pared para colocarlo en ella. Cuando me doy la vuelta, Madhur se me acerca. Me fijo en los lunares que salpican su cara, el escaso pelo que le crece entre las cejas y sobre el labio superior, lo largas que son sus pestañas de abajo. Se inclinó hacia mí, apretando sus dedos entintados en mi mentón, sintiendo su aliento en mis labios.

—Déjame besarte.

—Y si digo que no

—No lo haré.

—Qué trágico

—Verdaderamente.

Le dedico un beso, él me lo devuelve. Al separarnos, me pregunté qué había hecho yo para merecer semejante sonrisa. Me sentí llorar. 

Lágrimas. De las que aparecían cuando la lluvia se hacía notar. Abrumadoras, de una liberación.

Lágrimas. Los nudos de mi estómago se habían deshecho. Lágrimas. Como un diluvio que corría por los ojos. Una despedida.

Lágrimas. Porque odiaba la distancia. Lágrimas. Porque amarlo se había vuelto tan fácil como respirar. Lágrimas. Porque costaba aceptar el hecho de que nunca volveríamos a estar juntos.

Lágrimas al ver cómo me dejaba atrás.

—Adiós —me dijo.

—Adiós —le respondí.

Un momento está ahí, y al siguiente no.

Museo de las memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora