Prólogo: Trascendencia (I)

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| | Trascendencia | |

Del latín «trascendere», pasar a otra parte, atravesar subiendo.

De «trans», más allá, y «scendere» o «scandere», subir.

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No podía recordar cuando fue la primera vez que oí la palabra, pero sí podía recordar el momento en que la inyectaron dentro de mi piel y la tatuaron permanentemente en el fondo de mi cabeza.

Fue en una clase de la electiva de filosofía que veía en el noveno grado, cuando tenía catorce años. La profesora Mars había estado hablando sobre La Cuaternidad de Martin Heidegger y de cuando él afirmaba que existía una relación entre lo que se hacía entre el cielo y la tierra, y lo que se construye en medio de ambos mientras se está vivo. El punto era que todo esto nos había llevado a una comparación entre habitar y morar: habitar no significa más que tener alojamiento en un sitio y morar, según este filósofo alemán, era apropiarse del espacio que rodeaba al hombre.

En la misma clase comprendí que al hombre no necesariamente debía llamársele humano, también eran mortales. Mortales, porque todos teníamos un motivo de ser durante un tiempo determinado. El tiempo en que construíamos y aprendíamos a habitar. Siempre habitar, y pocas veces morar.

Para que un hombre lograra superar la fase de mortalidad (que suena como algo imposible y exagerado), éste debía atravesar por algo a lo que llamaban trascender. Trascender, bajo este mismo enfoque filosófico de la construcción del universo, es ser capaz de crear un lugar propio, habitable y morable, para mortales y divinos.

En este contexto, los mortales toda la vida estaremos construyendo nuestros espacios para poder habitar, ya sean estos literarios, intelectuales, poéticos o materiales, como nuestra casa. Los mundos que creamos son entendidos como horizontes para que transitemos, para que caminemos diariamente y para que la vida y los pensamientos fluyan.

Después de esta realización, el resto pareció venir a mí como una supernova.

Una pregunta tras otra. Una palabra que debía ser contestada con otra. En un diccionario, y luego otro, y uno más gordo y otro más aún. Nada podía ser cuestionado y ser definitivo. Ni siquiera yo mismo, el yo, el de ahora, quien era... no. Yo tampoco era definitivo. El yo de ahora siempre podría lograr más, ser más, ordenar, descartar y reiniciar todo el sistema de construcción de un sitio (que, repito, no es un sitio físico enteramente) hasta moldearlo y hacerlo lo que debía ser.

Por eso decidí comenzar a recordarme, a contarme en letras de vida y no años, a plastificarme a mí mismo en libretas que nadie nunca leería, mas que una muy lejana y vieja versión de mí mismo cuando se aburriera de lo que quedara a su alrededor en el futuro, como un instrumento para mensurarme a mí mismo.

Aún en ese entonces sabía que no estaba preparado para la trascendencia. No era un chico emocionalmente estable en absoluto... ni siquiera era suficientemente independiente como para recordarme que debía cenar algo más que una barra de chocolate antes de dormir. A tan corta edad no se puede tomar esa decisión.

Pero trascender se mantuvo en el primer puesto de mis palabras favoritas, implicaba una metáfora espacial donde se pasaba mentalmente del "adentro" al "afuera", donde ese mundo ya no se quedaba solo dentro de mí, sino que se volvía visible y tangible, habitable y morable para otros mortales. Sabía que cuando ese momento llegara habría logrado mi cometido, y no solo trascendería en las vidas de la gente, también sería inmortal... en la memoria de más de uno. Sería algo más dentro del mundo de otro ser.

Pero no estaba listo. No estaba capacitado. No había llenado suficientes cuadernos y no había aprendido suficientes palabras. Me aterraba leer alguna y no saber qué significaba. Aún no me comía las verduras del plato y no sabía cómo preparar mi propio almuerzo. Todavía me daban miedo las polillas y contestar llamadas telefónicas. Seguía mintiendo sobre la ropa de marca en mi armario, que no eran más que obsequios de parientes que veía dos veces al año, y para ser honesto, a mis diecisiete años era incapaz recordarme cuándo debía echar las prendas en la lavadora.

Hasta que entonces una mañana desperté sabiendo que ya no podía posponer mi propia misión en la vida. Me obligaría a iniciar la construcción del mundo que necesitaba, para limpiarme el alma de las malas costumbres. Sonaba fácil e inmediato, pero no lo era. Lo sabía.

Muchas cosas iban a cambiar para siempre, pero lo único que podía asegurar era que continuaría levantándome temprano cada día para llenar al menos una página de mi cuaderno anual. Un párrafo al día, esa es la meta. Seguiría siéndole eternamente devoto al amor de mi madre y pasara lo que pasara, fuera cual fuera el final de esta travesía, mi palabra favorita seguiría siendo trascender.

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Para acompañar esta historia creé un playlist de Spotify que los pondrá en el mood correcto para la lectura. Cada canción está orientada a lo que ocurrirá en la historia, lo que piensan los protagonistas y cómo se sienten:

https://open.spotify.com/playlist/3Ajk585C2FylxfLlJqzPaG?si=KaeueR0tReqR4LwrM4HVNQ



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