Décima palabra: Circunspecto

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| | Circunspecto | |

Proviene del latín circumspectus, que se refiere a alguien que observa alrededor con recelo y también que se siente observado por su entorno. Participio de circumspicere, un verbo prefijado con circum- (alrededor) y specere (mirar, observar).

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Decidí cambiar sus nombres por los de escritores y poetas tras leer el primer párrafo de lo que había escrito el día siguiente del atentado en las afueras del café, principalmente porque una parte de mí no quería revelar o ver demasiado dentro de estas personas que tanto me intrigaban y me importaban. No escribir sus nombres me daba la sensación de que no se trataba de ellos, y tampoco de mí, aunque en mi mente lo abstracto seguiría siendo siempre obvio y nítido.

Florencia empapaba a todo aquel que conocía con una mística esencia, muy similar a la que se escondía detrás de las letras y la música de Leonard Cohen. Paul como un León Tolstói, un tipo tranquilo al que jamás se le encontraría profesando la violencia (exceptuando la escena de aquella noche), era siempre el defensor, el correcto, el justo. Matty era más bien como una extraña, inquietante y medio inexperta versión de Henry Miller, empapado en esa sátira oscura suya que se hacía pasar por franqueza. El mío y el del resto aún seguían indefinidos.

Como sus nombres en mi cuaderno, otras cosas cambiaron también. Las intervenciones de Matthew y Rebecca en el grupo que teníamos por mensajes descendieron considerablemente, por no decir que eran nulas; con Florencia pasó lo mismo, la única diferencia era que tenía la certeza de que las cosas marchaban bien porque cada vez que visitaba su lugar de trabajo era la misma de siempre. Las conversaciones eran iniciadas por los gemelos o Pepe, pero ninguna reunión fue acordada en el lapso de casi dos semanas. El verano los había ocupado a todos, incluso a mí.

Le había prometido a Charlotte sacar cosas de mi habitación y el estudio para donarlas al área de niños y adolescentes en el hospital donde ella trabajaba. Tenía buenos recuerdos de mi infancia en ese hospital, lo cual no era común en niños pues solían odiar las visitas a ese edificio de habitaciones blancas y frías que olían a desinfectante y a cloro. Siendo nuevo en la ciudad junto a Charlotte, no tenía muchos amigos en la escuela, no habían chicos de mi edad en el vecindario, mi madre carecía de tiempo para hacer amistades seguras con las cuales dejar a su hijo y pagar por una niñera no era un gasto que encajara en nuestro muy ajustado presupuesto, además de esto, la ausencia de parientes desocupados o cercanos geográficamente obligó a mi madre a llevarme a su trabajo durante los extensos veranos. Siempre había pacientes que no podían correr o hacer mucha actividad al aire libre y preferían jugar con cartas, juegos de mesa o que simplemente les explicara sobre cosas que leía en los periódicos y revistas en la sala de espera.

Recordaba ahora uno de los momentos más significativos mientras me desplazaba por los pasillos de la lúcida edificación con dos bolsas de ropa que ya no usaba y una de libros que ya había releído varias veces, ambas extraídas de los confines de las dos habitaciones en mi casa.

La madre de Cara Bukowski, una niña de doce años con leucemia que conocí durante mi primer verano en Victoria, acababa de marcharse a casa después de haber pasado toda la mañana con su hija en el hospital. Me introduje en la habitación con mucho cuidado de no ser descubierto, aunque todas las enfermeras me conocieran por ser el hijo escurridizo de Charlotte. Cara y yo nos llevábamos bien a pesar de nuestros cuatro años de diferencia, ella tenía doce y yo ocho. Ella decía que yo tenía cerebro de anciano y que debían internarme para revisarlo; a este tipo de comentarios siempre le acompañaba una risa escandalosa y contagiosa.

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